El
profesor Ridruejo deambulaba por la noche de la ciudad
con el abatimiento típico de quien ha sufrido un
duro revés, porque eso era exactamente lo que le
había sucedido. Durante la víspera, y tras
una jornada muy tensa, había sintetizado al fin
la molécula buscada con fruición, el crecepelo
que relegaría la alopecia al desván de los
deterioros biológicos suprimidos. Un golpe de aire
arrastró la granulosa sustancia recién obtenida,
la cual salió por la ventana y se dispersó
en el viento. Fabricaría una nueva muestra, eso
por descontado, pero el proceso era muy lento y costoso.
La principal dificultad radicaba en el componente mimético,
un nuevo material que reconocía al tacto una calva
y hacía brotar de ella en cuestión de horas
una lustrosa pelambrera con el tipo de cabello más
idóneo para la cabeza huésped. Y aquel portento
biotecnológico se había disuelto en la atmósfera
como el humo de una cerilla, un estúpido accidente
que el profesor Ridruejo lamentaba sin cesar. Su reiterativa
autoinculpación no se detuvo ni siquiera cuando
lo hizo él, agotado, para sentarse con gesto cariacontecido
en un banco cualquiera de una plaza desierta. Un farol
le enviaba su luz; la misma que recibía la estatua
de cierto prócer, cuya calvicie aparecía
extrañamente sustituida por una pétrea eclosión
capilar. |