Era
una callejuela estrecha, iluminada tristemente por la
amarillenta luz de unas farolas viejas, cuyas mortecinas
luces se filtraban entre las hojas secas de los árboles
dispuestos en sus aceras.
De repente, un ensordecedor trueno que arrancó
exclamaciones de sorpresa entre los vecinos confinados
tras esos muros de ladrillo, retumbó con enorme
estruendo, y una repentina tromba de agua comenzó
a mojarlo todo: los alféizares de las ventanas,
las hojas de los árboles, las planchas de latón
de las farolas, el asfalto, los bancos de la calle y los
coches, en cuyas chapas las gotas de lluvia se estrellaban
con fuerza inusitada haciendo un ruido seco. Se escuchaba
caer el agua a borbotones por los tubos de desagüe,
y un mundo desdibujado se fragmentaba en mil reflejos
en las superficies brillantes del pavimento y en la de
las aceras, a cuyos costados discurrían veloces
arroyos que se perdían, desbordantes, en las entrañas
oscuras de las alcantarillas huecas.
El eco de un segundo trueno retumbó en la lejanía.
Y el callejón volvió a quedar en calma,
sumido en ese silencio húmedo que lo llena todo
mientras el agua se evapora tras la lluvia. |