La
seguridad que le había llevado hasta allí
se desvaneció, súbitamente, frente a la
puerta de aquella vivienda situada en el cuarto izquierda
de ese añejo bloque de vecinos. Se acordó
de la portera, que fisgoneaba a través de la cancela
siempre abierta y bajaba las basuras a eso de las ocho.
Y de Julia, la dentista franca y llana del segundo que
añoraba la juventud perdida y le animaba siempre
a aprovechar sus años de lozanía. Y del
vecino de abajo que, al perder la vista aún joven,
se quitó la vida dejando tras de sí a una
familia destrozada. Y de Juanito, el ingeniero jubilado
que fue perdiendo poco a poco la razón y se pasaba
las horas esperando en el portal el regreso de entre los
muertos de su amada.
No sólo el bloque de vecinos era otro, el barrio
entero había cambiado; la cafetería ya no
estaba, ni tampoco el ciego que vendía lotería
en la esquina y que reclamaba la atención de los
viandantes con un "pri, pri, pri" que llegaba
hasta el patio de vecinos en los calmos atardeceres de
verano; la tienda de caramelos ahora era un banco y el
local que alguna vez cobijó la cestería,
se alquilaba. Ya no quedaba nada de aquella escena que
se desarrollaba entorno a sí cuando era un crío
y que desde su inocencia de infante se le antojaba interminable.
Su madre no volvería a ponerle la bufanda para
llevarle al colegio de la mano ni escucharía de
nuevo, reconfortado, los pasos de su padre al llegar a
casa del trabajo por la noche.
¿De qué hubiera servido llamar a la puerta
y recorrer de nuevo cada rincón de aquella casa
si el mundo que le daba coherencia no existía?
Descendió las escaleras llevándose consigo
los restos herrumbrosos de su universo roto. |