En
su cavilación, June evocaba su última jornada
en lo que había sido su puesto de trabajo. Tras
la barra de la panadería los recuerdos se agolparon
en su mente, sin perder por eso la lucidez con la que
había dirigido el negocio, imprimiéndole
un estilo propio que lo distinguía de la competencia,
apostada justo frente a su establecimiento. La numerosa
clientela fiel lograda por ella contrastaba a ojos vista
con el magro éxito de su rival, pero éste,
en su condición de cadena adinerada, había
forzado la compra del concurrido local vecino simplemente
para borrarlo del mapa.
Rememoró otra vez los pormenores de su castillo
asaltado, y se sintió recompensada por el calor
humano allí cosechado, visible incluso en algún
que otro obsequio de sus incondicionales, como una ranita
de escayola (paradójico material para un anfibio,
razonaba ella), olvidada en el ahora solitario lugar.
June recordó entonces lo dicho por quien le raglara
la figurita:
-Es una rana muy sensible, y cuando no puede superarse
la alegría habida a su alrededor reacciona.
-¿Ah, sí? ¿Y qué hace?
-Nada fuera de lo común.
-Claro, siendo de escayola
Se levantó para desayunar, y en tanto trasteaba
en la cocina, lejos del piso alquilado donde vivía,
su extinto negocio empezaba a ser reformado. El responsable
de dicho cometido estaba muy satisfecho, y sólo
empañó momentáneamente su contento
la amonestación que hubo de lanzar a uno de los
operarios; el abuso de alcohol o de otras sustancias siempre
es un riesgo y un mal ejemplo. El aludido se defendió
con airada vehemencia, pero a él no iba a engañarlo
de una manera tan burda. O si no ¿qué podía
pensarse de alguien que juraba haber visto croar y saltar
por la ventana a una rana de escayola? |