Carmen
empezaba a arrepentirse de su temeridad. Meterse en una
cueva sin más instrumental que una linterna ya
entrañaba de por sí bastantes riesgos, pero
culminar tamaña imprudencia adentrándose
por un oscuro boquete de la pared más profunda
del fondo de la gruta suponía coronar la cima del
despropósito. Bien era cierto que la progresiva
holgura de aquel conducto mitigaba su desasosiego, como
también lo hacía la reconfortante claridad
eléctrica que despejaba las tinieblas desde su
mano. Pero el motivo de su preocupación se acrecentaba
a cada paso: un débil rastro olfativo, el reclamo
que la había inducido a internarse en tan desaconsejable
poro de la montaña. El olor aumentaba sutilmente
de intensidad, mas aquella taimada infiltración
gaseosa o lo que fuere no revelaba su verdadera naturaleza,
e identificarla mediante la nariz -en apariencia la única
vía posible- era un empeño vano. Su difuso
matiz afrutado incrementaba la confusión acerca
de su origen, aunque sugería una procedencia orgánica.
Carmen se paró al apreciar un cambio en la textura
de la roca, enfocó la luz sobre un punto concreto
y lo tocó. De pronto invirtió sus pasos
a toda velocidad hasta salir por el orificio inicial,
que cegó con varias piedras antes de huir fuera
de la cueva. Descubrir que el túnel era de manzana
fue algo mucho menos dramático que su innegable
aspecto de galería excavada por un gusano. |