Ernesto
Ceballos reconoció que se había implicado
emocionalmente con su objetivo, pero ese dato le insufló
un entusiasmo aún mayor. La tarea que estaba acometiendo
era muy atractiva para un geógrafo que, pese a
su vocación, malgastaba sus aptitudes en una docencia
ingrata. Ahora en cambio desarrollaba un genuino trabajo
de campo: buscar las fuentes del Río Padre, así
llamado por los nativos de la región a causa de
su importancia hídrica. El agónico caudal
que tenía frente a sus ojos era el único
suministro de agua para los áridos contornos entre
los que discurría. Nadie hasta entonces había
investigado seriamente su origen, pues ni el río
ni la zona que atravesaba se consideraban de mucho interés
en ningún sentido. Se daba por hecho que el agua
brotaba de alguna surgencia situada en la cercana Jungla
Verde, un oasis entre la sequedad del lugar. El siguió
el agostado cauce, una pista de tierra seca con algún
que otro charco residual, hasta internarse por último
en la espesura arbolada. Desbrozó un sinfín
de maleza y al fin, exhausto, dio con su meta y sonrió
ante la sencillez del remedio a la sequía del Río
Padre.
Ernesto abrió la docena de grifos sepultados entre
la hojarasca y el agua comenzó a fluir de nuevo
por el lecho fluvial. |