La
expresión arrobada de Manolo exterioriza su sensación
de triunfo feliz. Cuando relate en la cafetería
su aventura le tildarán de embustero; que él
haya tenido al fin una peripecia erótica ajena
al sexo mercenario se les antojará a sus contertulios
una guasa bienintencionada, por más que alguno
experimentará una secreta envidia. Las dos pizpiretas
y desinhibidas jóvenes le han recibido a la hora
prevista en el domicilio acordado, y ahora juguetean con
su desnudez, tan urgida de calor femenino. El se entrega
a las caricias con los ojos cerrados; hasta olvida la
bronca -motivada por una banalidad fortuita- que sostuvo
ayer con una arpía arrugada cuya mirada torva bizqueaba
nerviosamente. Manolo oye reír a las chicas quienes,
como regalo de cumpleaños, ofrendan a su presente
y callada patrona aquel incauto. Y el obsequio la complace,
según lo anuncia el acelerado bizqueo de sus ojos
y la suplantación que hace con sus manos arrugadas
del tacto atrevido de ambas zagalas. Bueno, piensa Manolo,
abrir los ojos de repente suele añadir un toque
de sorpresa pícara en estos casos, así que
a la de tres: uno, dos... ¡Tres! |