Me
dijeron que, de noche, la puerta de mi armario ropero
conduce a una hermosa playa tropical, un paisaje edénico
donde la calidez del aire y la tibieza del agua invitan
a bañarse desnudo bajo las estrellas en medio de
una soledad liberadora. Naturalmente no pienso comprobarlo,
pues me tengo por alguien sensato y refractario a las
paparruchas. Nunca engalano con aureolas de misterio la
realidad que me rodea, ni siquiera el sonambulismo que
me aqueja desde hace años. El paso del tiempo ha
disipado en mí hasta el más insignificante
vestigio de credulidad sensiblera, y nada ni nadie volverá
a ilusionarme vanamente con delirios fantasiosos, por
muy sugestivos que sean. Además, prefiero usar
mi atención para resolver esos pequeños
fastidios que a veces vuelven irritante el día
a día. Por ejemplo, el inusual raspado de mis zapatillas
sobre el suelo de mi habitación cuando me levanto
por las mañanas -como si hubiese granos de arena
dispersos- ya empieza a enojarme. |