Bajo
la mascarilla de oxígeno, cuyo constante burbujeo
rompía el silencio denso en el que se hallaba sumida
la habitación, el rostro lívido y demacrado
de aquel hombre aún joven adquirió de repente
la coloración cetrina de la cera. Madre e hija
se miraron con los ojos anegados en lágrimas. Todo
había terminado; el sufrimiento, los temores, las
lágrimas en soledad, los llantos compartidos, el
nudo en la garganta, las noches sin dormir, los dolores,
la pena, los abrazos del padre, del hermano y del amigo,
la mirada comprensiva, la sonrisa luminosa, la conversación
franca, el devenir. La esperanza.
Incapaz de soportar la escena, su mujer salió de
la habitación a toda prisa embargada por la angustia
y la desesperanza; su hija mayor lo hizo tras ella, sin
dirigir la vista hacia su padre, exánime y cruelmente
mermado por la enfermedad. La pequeña permaneció
en la habitación junto a su abuela y su tía
sin encontrar dónde buscar consuelo. Todo había
terminado; la primera mirada, el deseo, las noches de
amor, la duda, los sinsabores, las palabras no dichas,
los reproches, las verdades a medias, los celos, las amantes
fingidas, los amores soñados, las rupturas y las
reconciliaciones. La esperanza.
Mi alma revolotea sobre tu ausencia tratando de olvidar
este recuerdo no vivido que convierte en hielo la sangre
de mis venas y en lluvia de invierno tu recuerdo. Te llevaste
mi amistad contigo, hermano del alma, amado amigo. |