Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
A cara o cruz
Armando Palacio Valdés
 
 
A cara o cruz
DE AQUELLOS mis antiguos amigos y conocidos del Ateneo y la Cervecería Inglesa, con quien más me complace tropezar es con Julio Samper. Le hallé ayer tarde en el Parque del Retiro: estaba sentado en uno de los bancos de madera y tenía el sombrero en la mano. Inserto este detalle insignificante no a título de color local, sino para dejar establecido que hacía calor. Samper es hombre de mucho ingenio y un autor fracasado. Empezó por la crítica y llegó a adquirir algún renombre y hacerse temible, porque tiene talento, cultura, gusto y estilo. El demonio le tentó, sin embargo, al cabo, y tuvo la infausta ocurrencia de escribir un drama. ¡Aquí fue Troya! El drama no era bueno; pero sus muchos enemigos lograron que pareciese horrible al público. Digo, pues, que fue espantosamente silbado. Luego, buscando el desquite, publicó un tomo de versos. Estos, que tampoco eran buenos, fueron silbados en secreto, esto es, nadie los compró. Despechado dejó de escribir, y esto es lo mejor que se puede hacer cuando no se tiene el sistema nervioso bien equilibrado y una tía vieja le ha dejado a uno bastante con qué vivir. La conversación de Samper es de lo más divertido que cualquiera puede figurarse. ¿Cómo un hombre tan ameno ba podido escribir dramas y versos tan soporíferos? El mundo literario está lleno de contradicciones. Verdad que al atractivo de su palabra contribuye, en gran manera, la mímica. Samper tiene un talento portentoso para imitar la voz, los gestos y ademanes de las personas que quiere representar. Además es feo y sabe sacar partido de su fealdad. Opino que ha errado la vocación. Hubiera hecho un gran actor cómico, pero nunca me he atrevido a decírselo.
—¡Atraca, canalla!—me gritó al verme—. No es hora de trotar como jumentos, sino de rebosar como cristianos.
Me senté a su lado, me enteró de su salud, él se enteró de la mía, y hablamos pestes de los últimos libros publicados. Cuando nos hartamos (pues hasta las cosas más dulces fatigan), le pregunté:
—Tú estás casado, ¿verdad?
—Sí, estoy casado.
—¿Por segunda vez?
—No, por primera.
—Pues me habían dicho...
—Es decir, legalmente me casé dos veces; pero moral y materialmente me casé una sola.
—¡Explícame eso!—le dije riendo.
Guardó silencio unos instantes.
—Para explicártelo necesitaría contarte la historia de mi matrimonio y es tarea larga... ¿Tienes prisa?
-Ya lo creo que tengo prisa..., ¡por oírte!
—Pues escucha mi historia privada, puesto que la pública ha trascendido ya a todos los países extranjeros. No empezaré generalizando, como nuestros antiguos y venerables catedráticos de la Universidad. Te diré en concreto, que hace algunos años yo no tenía una peseta.
—Lo sabía.
—¡Ah!, ¿lo sabías? Es natural; los pormenores más íntimos de los grandes hombres no pueden quedar en la oscuridad. Pues bien, como no tenía una peseta vivía desastrosamente en una fementida pensión de la calle de Jardines, durmiendo, como cuenta la tradición de San Alejo, debajo de la escalera, cuya pensión pagaba con intermitencias, porque con intermitencias me pagaban los artículos en el periódico. Pero la Providencia, que había tomado en serio no hacerme perecer de inanición, me deparó una tía, vieja y rica.
La Providencia tiene de vez en cuando felices invenciones, y una de ellas fue ésta. No obstante, antes de llegar a la bienaventuranza he debido padecer muchas y duras pruebas, cual si Dios quisiera purificarme de los malos dramas y versos que en la tierra hice. Porque esta tía era, sobre toda ponderación, impertinente, gruñona y enferma. Su dulce manía era la terapéutica. Tenía todas las enfermedades descritas en los libros de medicina y algunas más de su invención particular. Adoraba la farmacopea, lo mismo la española que la extranjera; tomaba de vez en cuando el Viático y la Extremaunción por coquetería. Excuso decirte que yo alentaba esta pasión, esmerando sacar de ella el fruto apetecido. Siempre que mis recursos lo consentían le llevaba algún frasco con un nuevo específico, que ella recibía siempre con espasmos de alegría, como una niña de diez y seis años a quien regalasen un ramo de camelias. Me dirás que esto era ser un reptil. No hay que dudarlo; era un reptil inmundo. ¿Pero es que iba a dormir toda la vida debajo de la escalera como San Alejo? Esperaba, pues, confiadamente que estos productos químicos me librasen al cabo de dicha escalera. Pero ioh, desengaño amargo!, un día supe por la criada que todas las recetas del médico y todos mis específicos iban derechos a la alcantarilla. Mi tía era una mujer sin cultura, pero muy profunda. Esta traición acibaró mi existencia. Al cabo, como todo el mundo se muere cuando llega la hora, con Química o sin Química, mi tía entregó su alma a Dios y su cuerpo a la tierra una fresca mañana de primavera. Sin pérdida de tiempo fui a instalarme en el hotelito de mazapán, donde habitaba, en ese sitio absurdo que llaman la Prosperidad. Después de arreglar la cuestión de la herencia pasé un mes sin hacer otra cosa que darme tono de propietario, fumando y bebiendo copitas de cognac en el jardín. Conservé a la criada de mi tía y tomé un secretario particular. ¿Sabes a quién hice mi secretario? ¿Te acuerdas de aquel Peña que asistía con nosotros a la Cervecería Inglesa, siempre con la camisa sucia, porque, según decía Luis Taboada, no daba las camisas a lavar, sino a ensuciar? Pues ese pobre Peña, empleado en una casa de comercio de la calle Mayor y cuya única ambición en este mundo era tomar café con nosotros y publicar algunos versos en la Ilustración Española (que nunca llegó a realizar), se hallaba en aquella época en una situación lamentable. A pesar de ser un concienzudo empleado y llevar los libros del comercio perfectamente, su principal, en cuanto se enteró de que hacía versos, le puso de patitas en la calle. No encontró colocación; agotó sus últimos recursos; le arrojaron de todas las casas de huéspedes; dormía en un portal, donde el portero, caritativo, le dejaba recocerse por la noche; tomaba puñados de bicarbonato para apagar el hambre. Así le encontré un día y le propuse hacerle mi secretario. Aceptó el empleo con lágrimas de agradecimiento.
—¿Qué debo hacer? — me preguntó.
—Versos—le respondí.
—¿Cómo versos?—replicó estupefacto.
—Sí, versos. De ocho de la mañana a doce. Después de almorzar, puedes hacer lo que quieras hasta las once de la noche, que vendrás a buscarme al Café Suizo para retirarnos juntos. Yo no pude menos de reír, exclamando:
—¡Qué original eres, Samper!
—¿Pero en qué le había de emplear? Yo no tengo negocios y escribo una carta cada dos meses. Entró, pues, a mi servicio y llenó religiosamente su cometido. Hasta su muerte, acaecida hace poco más de un año, logró componer nueve kilos de versos, que guardo con todo esmero en legajos y piensa dejar en testamento a la Sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional. Dentro de doscientos anos, y reclamado por los eruditos, seguramente se imprimirán a expensas del Estado. Mi vida comenzó a deslizarse dulce, serena, majestuosa, como la de un dios...
 
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