Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
Belcebú
Emilia Pardo Bazán
 
 
Belcebú
Nada equivale al dominio sobre las almas.
NAPOLEON
 
A tal hora, y alumbrados por romántica luna, los vetustos edificios se ennoblecían. Sus cerradas puertas sugerían misterios; sus ventanas, inquietud. El arqueólogo recordaba genealogías, lamentaba sucesos, ausencias y decadencias.
— El palacio de San Julián.. . Lo han adquirido los Paulistas. El de Noaña... Este sí que tiene empaque... ¡Qué Atlante el que corona el ático, aguardando, según la tradición, a que pase una mujer de bien, para soltar la bola que agobia sus hombros! Ya es dueño del palacio Carozo, que abrió almacén de mercería en los bajos. El caserón de Andianes... Veinte mil duros dio por él Sañete, el prestamista... Puso tiendas... ¡Si levantase la cabeza el que lo fundó, el orgulloso caballero portugués, emparentado con los Braganzas!...
—Aguarde usted. Con la Inquisición hemos topado. En el día, Administración de Rentas Estancadas...
—Pues no le encuentro aire siniestro al edificio.
—Pch.. . No, en realidad; y registrando papelotes, tampoco parece esta Inquisición de las más temerosas. Al contrario: llama la atención el espíritu de benignidad de sus sentencias. Benignidad relativa, claro, como todo es relativo en este, mundo. Los tribunales ordinarios aplicaban entonces los mismos procedimientos e igual penalidad que el Tribuna de la Fe: la tortura, la horca, la hoguera—y así sucedía en toda Europa—. Lo que sorprende, dada la leyenda, es que muchos de los reos que gimieron en esos calabozos—hoy sótanos, depósitos de tabaco—fueron reclamados por el Santo Tribuna a la justicia seglar, que los había condenado a muerte de fuego, y la Inquisición no sólo les salvó la vida, sino que los echó á la calle —previa, eso sí, la azotaina y la pública vergüenza—. En los procesos que he destripado, en todo el siglo XVII, no encuentro aplicado una sola vez el brasero por esta Inquisición. Astrólogos y brujas cumplieron con azotes.
—¿Astrólogos y brujas?...—repetí.
—íBah! Gentuza aldeana; rameras de un género especial, enamoradas de unos diablos fingidos; buhoneros portugueses que judaizaban y no comían torreznos... Supersticiones groseras... Ni aun existieron aquí de esas beatas alumbradas, tan curiosas como la célebre de Piedrahíta; no hubo de esos conventos de posesas... Únicamente...
—¿Qué?—pregunté ansiosa, olfateando drama.
—Unicamente...—repitió con énfasis—.
Pero se trata de un estudio hecho por mí, sobre documentos que nadie conoce; un verdadero descubrimiento que creo haber realizado... Comprendí que, como todo hombre obsesionado por una idea, el arqueólogo deseaba la confidencia, y como todo investigador erudito, la admiración hacia sus indagaciones—,y apreté.
—Va usted a ser la primera persona a quien confíe... Porque hay mucha gente envidiosa, grajos que se vestirían de las plumas ajenas... Me robarían el fruto de mis vigilias...
Me guardé de advertirle que lo que suele correr peligro de ser robado es el dinero y los jamones, no las sabidurías—y ofrecí absoluta reserva.
—Mire usted bien—me dijo—esa fachada de la Inquisición, con su portón macizo, su arco de robustas dovelas; ese huerto que la rodea, y en el cual existió su cementerio. En él sepultaban secretamente a los que fallecían en las cárceles; ahí dormirán los restos del protagonista de mi relación, y ahí se enterró con él la solución de un enigma obscurísimo de la historia de España en el último tercio del siglo XVII.. . Y ahora venga usted conmigo: contemplaremos la residencia donde se inició el drama. Al través de callejas con soportales, costanillas y escalinatas, fuimos a parar frente a un palacio, el más solemne de todos los vendidos por sus arruinados o antojadizos dueños. Es difícil decir en qué consiste el toque del señorío y la dignidad en los edificios; sin embargo, nadie ignora qué impresión de respeto causan ciertas piedras antiguas. Quizás el mismo deterioro del palacio, lo negruzco de su cantería, su aire de abandono, prestaban grandiosidad al amplio escusón, con dos sirenas por tenantes.
—Fíjese usted—indicó el arqueólogo—. La luna permite ver... Es el blasón de Marino y Lobera; las sirenas recuerdan la aventura del caballero que amó a un monstruo marino de figura de mujer; las veneras y las ondas con tres peces, la del que vio venir por el mar la barca prodigiosa, de granito, del Apóstol, y se convirtió. La fábula y la leyenda se reúnen en tan ilustres apellidos. Un Lobera, virrey del Perú , construyó este palacio y legó á sus descendientes un caudal, reunido después de dos sucesiones en cabeza de doña Juana Marino, unida en matrimonio a don Fernando de Aponte, Conde de Landoira. El palacio tenía sombroso jardín; actualmente lo han aprovechado para instalar una tintorería.
Bien contemplado el sugestivo edificio, nos retiramos a la fonda, y, en su salita,nos sentamos en sillones revestidos de antimacasares de crochet, el mobiliario más prosaico...
 
Descargue la obra completa original en PDF desde la Biblioteca Nacional de España:
 
Descargar obra completa en PDF