Dominio
público |
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Corazón de
platino
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Juan Pérez
Zúñiga
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Don Perfecto Bueno
del Todo era un señor excepcional y no porque frisaba
en los cincuenta y nueve años, pues en esta edad
hay muchos que frisan (este verbo frisar es muy
novelesco, o muy de novela; porque no me negarán
ustedes que en la conversación corriente no suele
preguntarse a la persona cuya edad quiere uno conocer:
—¿Me hace usted el favor de decirme en cuántos años
frisa? —Bueno, pues despachada esta digresión, continuamos,
con la indulgencia de ustedes, exponiendo las circunstancias
del protagonista de este verídico relato). El tal
don Perfecto era un señor estupendamente simpático;
un «horror» de bueno, como ahora se dice, y la bondad
natural de su víscera cardiaca se había llegado
a popularizar tanto, que no existía un solo vecino
del barrio de la Prosperidad que no considerase
a nuestro hombre, no como un santo, sino como toda
una legión de bienaventurados de los que andan en
derredor del Omnipotente, alabándole unas veces
y molestándole otras para satisfacer las continuas
chinchorrerías de sus devotos de la tierra. Prueba
la bondad de don Perfecto, mejor dicho, su altruismo
sin igual, el montón de recibos que mensualmente
reunía en su mesa de despacho, pertenecientes a
todas las Sociedades benéficas, habidas y por haber,
como la de «Salvamento de Náufragos», la «Protectora
de animales y plantas», la de la «Cruz Roja» y la
de «Beneficencia domiciliaria», sin contar con los
Asilos y con las Obras pías; con la Gota de leche,
que para él más que gota era litro y medio; y con
las limosnas particulares que su envidiable peculio
le permitía satisfacer. Lo malo era que muchos vivos
abusaban de él y le saqueaban de una manera terrible.
No había hombre descabalado, menestrala recién perdido,
corista arrojada (no por valiente, sino despedida),
cesante de un ramo cualquiera o ciego de profesión
a quien don Perfecto no socorriera en su hotelito
del mencionado barrio de la no menos mencionada
Prosperidad. Y así vivía feliz el buen señor. Para
colmar su ventura sólo le faltaba, según
él decía, experimentar la dulce sensación de salvar
a un semejante de cualquier peligro, de tal cual
catástrofe, de alguna situación comprometida, en
fin. Soñando con la ocasión de satisfacer ese capricho
se pasó el buen señor los mejores años de su existencia,
y no quiso Dios complacerle hasta el momento que
tomamos como punto de partida para comenzar el relato
de cierto episodio de la vida de nuestro héroe,
conocido con el remoquete, halagüeño al par que
metálico, de «Corazón de platino», pues el de «Corazón
de oro» se había hecho extremadamente vulgar y andaba
un tanto desacreditado. Más de una vez habíasele
sorprendido al bueno de don Perfecto Bueno, postrado
de hinojos ante la copia de una Virgen de Murillo,
colgada sobre el catre, diciéndola fervorosamente,
y en calzoncillos de madapolán: —¡Madre Santísima!
¡Que no pase el día de mañana sin que se
me presente ocasión de actuar de salvavidas! ¡Que
un suicidase interponga en mi camino; que un cadáver
sacado de entre las ruedas de un auto se arroje
a mis plantas demandando auxilio! ¡Que una madre
imprevisora, al alumbrar en plena vía inesperadamente,
tropiece con mis buenos oficios para que el nuevo
ser pueda decir siempre: «En un portal nací como
Jesús y los brazos de don Perfecto recibieron mis
rosadas mantequillas para no abandonarlas jamás!...»
A don Perfecto le parecía entonces que el rostro
de la Virgen se animaba como diciéndole: «Tomo nota
de tus deseos...» y el buen señor se animaba también.
Y así pasaban la imagen y su sueño
días y días. Así vivía él una vida
de ilusiones y de esperanzas únicamente comparable
con la de los amigos de don Melquíades, el insigne
astur. El día memorable de nuestro interesante relato
(si no lo llamo yo interesante, nadie se lo ha de
llamar), don Perfecto del Todo hallábase descansando
física y espiritualmente de las profundas emociones
experimentadas a consecuencia de un suceso trágico,
del género húmedo, qué los periódicos, casi al unísono,
referían lacónicamente (rediez con los esdrújulos)
con estas palabras, que revelan el talento de algunos
reporteros. |
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¡VALIENTE
BAÑO!
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Ayer, entre siete
y ocho de la mañana, más bien a eso de las nueve,
un hombre decentemente vestido, que podía ser un
transeúnte, se arrojó al estanque grande del retiro,
frente al paseo de las estatuas, de las cuales únicamente
fue observado por la del rey Sigerico, que no pudo
reprimir una leve oscilación sobre su regio pedestal.
Aunque surcaban en aquel momento la linfa del popular
y amplísimo recipiente multitud de barquichuelas,
tripuladas por hábiles remeros y alegres remeras,
el infeliz suicida hubiera sido seguramente pasto
de los peces de colores, si no se hubiese arrojado
tras él, un señor de porte pagado, si que también
distinguido que casualmente paseaba por allí y que
sin más tiempo que el necesario para encomendarse
a Gasset, no vaciló, con desprecio de su propia
vida, en salvar la del semejante, siendo calurosamente
ovacionado por cuantos tuvieron la suerte de presenciar
aquella faena en la que el héroe no sólo se mojó
los dedos, sino todo el ser, indumentaria inclusive.
Poco faltó para que se le concediera la oreja del
suicida.
Desde la casa de socorro, a donde éste fue conducido,
envuelto en papel secante del que casualmente iba
cargado un guarda, pasó en un coche al domicilio
de su salvador, a ruegos de este señor, que reside
en el barrio de la Prosperidad y atiende por P.
B. T.
Respecto a los móviles del suicidio, corrían más
tarde en la Comisaría del distrito diferentes versiones.
Quién decía que la causa era una pasión no
correspondida por María; quién afirmaba que la carencia
de fondos le obligaba a buscar el del estanque,
y quién, en fin, atribuía la fatal determinación
a la lectura de una sesión de Cortes o de un soneto
modernista, de esos que hoy no hace ya casi nadie
afortunadamente. Mañana daremos a nuestros lectores
los posibles detalles respecto al estado del infeliz
suicida.» Mientras que don Perfecto descansaba en
sus habitaciones, dándole gracias al Todopoderoso
porque accediendo a sus súplicas, le había proporcionado,
por fin, la anhelada satisfacción de arrebatar a
un semejante de la voracidad los peces, el semejante,
«fresco» aún por el remojón y por el vicio de la
sangre, yacía en un leche que se le había preparado
en el mejor pabellón del hotel para que pudiera
reponerse de la emoción experimentada. Y atendiendo
solícita al salvado y al salvador, hallábase el
ama de gobierno de éste, la buena de Máxima Moral,
vieja servidora de la casa, que se pasaba los días
y los años sermoneando, aunque inútilmente, a su
amo y señor para quitarle de la cabeza, o más bien
del corazón, el que fuese tan bueno, porque las
prácticas de la vida la habían enseñado que la bondad
no proporciona más que desazones en este pícaro
mundo.
—¿Quién anda por el jardín?—preguntó destempladamente
una voz de hombre salida del pabellón donde se alojaba
el «ahogado».
—Es Máxima, para servir a usted-respondió la antigua
criada de su no menos antiguo señor, poniendo en
orden las sillas de la plazoleta.
—¿Se ha levantado ya don Perfecto?
—No, señor... |
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