Dominio
público |
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Crimen
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Agustín Espinosa
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A
ti, Ernesto, esa nube rota que tiembla sobre tu
traje negro, esperando a mi alma.
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Estaba casado con
una mujer lo arbitrariamente hermosa para que, a
pesar de su juventud insultante, fuera superior
a su juventud su hermosura. Ella se masturbaba cotidianamente
sobre él, mientras besaba el retrato de un muchacho
de suave bigote oscuro.
Se orinaba y se descomía sobre él. Y escupía —y
hasta se vomitaba—sobre aquel débil hombre enamorado,
satisfaciendo así una necesidad inencauzable y conquistando
de paso, la disciplina de una sexualidad de la que
era la sola dueña y oficiante.
Ese hombre no era otro que yo mismo.
Los que no habéis tenido nunca una mujer de la belleza
y juventud de la mía, estáis desautorizados para
ningún juicio feliz sobre un caso, ni tan insólito
ni tan extraordinario como a primera vista parece.
Ella creía que toda su vida iba a ser ya un ininterrumpido
gorgojo, un termitente vómito, un cotidiano masturbarse,
orinarse y descomerse sobre mi, inacabables.
Pero una noche la arrojé por el balcón de nuestra
alcoba al paso de un tren, y me pasé hasta el alba
llorando, entre el cortejo elemental de los vecinos,
aquel suicidio inexplicable e inexplicado.
No fue posible que la auptosia dijera nada útil
ante el informe montón de carne roja. El suicidio
pareció lo más cómodo a todo el mundo. Yo, que era
el único que hubiera podido denunciar al asesino,
no lo hice. Tuve miedo al proceso, largo, impresionante.
Pesadillas de varias noches con togas, rejas y cadalsos
me atemorizaron más de lo que yo pensara. Hoy me
parece todo como un cuento escuchado en la niñez,
y, a veces, hasta dudo de que fuese yo mismo quien
arrojó una noche por el balcón de su alcoba, bajo
las ruedas de un expreso, a una muchacha de dieciséis
años, frágil y blanca como una fina hoja de azucena.
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Pero ni el recuerdo
de ella ni el retrato del muchacho de suave bigote
oscuro se han separado jamás de mí. En mis farsas
peores, les hago intervenir a los dos, disfrazándoles
a mi gusto, y decepcionándoles premeditadamente
con finales demasiado imprevistos.
En una hora de inconciencia y olvido pasajeros,
he hecho la elegía a María Ana, que doy en este
libro. Una elegía a una María Ana que viviera ahora,
en 1930, pero anterior, en mis recuerdos, al crimen,
aunque no al vómito y al salivazo. Una María Ana
de mis ajenos años de estudiante de Filosofía y
Letras. La María Ana, en fin, del joven del suave
bigote oscuro. O mejor aún: la elegía que a María
Ana hubiera podido hacer tal odioso y feliz mancebo.
Para salvarla de mi crimen —de la presión del tren
sobre ella y del pánico de la caída— he escrito
el relato titulado "Revenant o el traje de novio".
Aquí muere María Ana en su cama blanca de prometida,
arropando el adiós con una sonrisa prestada. Si
la he disfrazado de Miss Equis, ha sido para desnudarla
de algún modo de su andalucismo moreno, que me hubiera
obligado a volverla a tender de nuevo bajo otros
trenes de la madrugada. |
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Luego sólo he tenido
—y he realizado— el capricho explicable de reunir
en mi casa, una noche, a mis buenos amigos en el
anonimato. A mis desconocidos camaradas en el crimen
impune: un cable eléctrico, un jazminero, una hoja
Gillette, una cuna, un pene de 63 años, etc.
Frente a todos los crímenes anónimos de mis criminales
huéspedes de una noche, ha permanecido mi crimen
en su sitio propio de sensacional, único y gran
asesinato pasional. De crimen tipo. De crimen de
novela más que de crimen ocurrido.
Sobre él y sobre mis lectores caigan desde hoy mis
futuras maldiciones y persecuciones, la miseria
actual y las pústulas pretéritas de mi cuerpo senectuoso
de narrador emocionado del asesinato propio y de
los crímenes ajenos. |
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Yo ya sólo vivo
para un estuche de terciopelo blanco, donde guardo
dos ojos azules, encontrados por el guardagujas
la menstrua alba de mi crimen, entre los últimos
escombros sanguinolentos de la vía. |
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