Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
De la copa a los labios
Germán Gómez de la Mata
 
 
De la copa a los labios
NOVELA INEDITA
Germán Gómez de la Mata
(ILUSTRACIONES DE AREUGER)
 
I
 
Un tibio sol primaveral aclaraba a trechos las oscuras frondas, y del lado contrario de la verja, invadía aquel retiro verde el rumor tumultuoso de París. Casi nadie en las avenidas, bordeadas de bancos, por lo que hubo de escoger Lorenzo Aguir tal rincón del parque Monceau para tomar su almuerzo frugalísimo: una "brioche", comprada al paso en cualquier panadería. No fue tarea fácil descubrir un asiento poco húmedo, pues había llovido a primera hora; pero al fin lo encontró cerca del estanque oval, disponiéndose a desenvolver el bollo, único alimento seguro de entonces a la noche.
Estaba triste, suavemente triste a imitación del cielo perla, que apenas conseguían traspasar los rayos del astro ígneo. Como una mole algodonosa y sofocante, se le caía encima la ciudad, aquella capital que amaba tanto y que tan ingrata se mostraba con los extranjeros pobres. Por contraste, pensó en el cielo de su país, tan azul, y se melancolizó más, sin una nostalgia concreta de la Patria, si no desalentado, amargado. Con la "brioche" entre los dedos, miraba el minúsculo lago, embellecido por una columnata en ruinas, la mancha verdinegra de la hiedra sobre los fustes grises, la soledad aristocrática del sitio.
Un rumor le hizo volverse. Al extremo opuesto del banco acababa de sentarse una jovencita, que colocó a su lado un libro y sacó de su bolso una barra de chocolate y un trozo de pan, empezando a comer; tampoco se pagaba refecciones suntuosas. La comunidad de su escasez tendió un hilo de simpatía de ella a Lorenzo, quien la observaba de reojo. No era bonita, con su tez anémica y sus inexpresivas pupilas de miosotis, con sus manos cubiertas por recosidos guantes, y su indumento de una coquetería humilde; a pesar de todo, era atrayente y gentil. Por su parte, él no era seduptor.en su sarmentosa morenez ni ostentaba con gallardía su raído traje de bohemio; a pesar de todo, inclinaba en pro suyo, quizá por desgraciado... Atisbando el título del libro que junto a sí dejara la muchacha—una novela de Palacio Valdés, "La hermana de San Sulpicio", en su idioma original—la interpeló:
—Perdone, señorita. ¿Es usted española?
—Sí, señor.
—Yo también. ¡Qué casualidad!
—En París hay mucho españoles, y a nadie extrañará que en alguna ocasión nos tropecemos.
—Sin embargo, para mí constituye la más providencial de las casualidades esta coincidencia en la desolación de un parque desierto, porque hoy he amanecido moroso e inapetente, lo cual puede arrastrarnos al "spleen" si no nos divertimos.
—¿Proyectaba usted suicidarse en esa especie de charca?—bromeó su vecina.
—No, aún no he llegado al caso de plagiar su cursilería a Ofelia; sólo que me noto de un humor insufrible a causa de la falta de dinero y de que esta mañana he comenzado a embadurnar un lienzo sin destellos geniales. Su interlocutorá exteriorizó cierta curiosidad:
—¿Cultiva usted el arte?...
—Sí... el arte de aguantar privaciones, un arte muy difícil, aunque se halla al alcance de todas las fortunas.
—Yo trabajo de mecanógrafa en una oficina.
—Cuando lo manipule usted, el teclado cle la Yost debe de parecer más armonioso que una sonata de Beethoven.
—Ya sabe que acá no se acostumbra a piropear a las desconocidas.
—Así cobran un mérito mayor mis piropos. Rieron, y Lorenzo repuso:
—Además, no somos dos desconocidos. En España lo seríamos, puesto que acaso no la hubiera hablado yo y de fijo no me hubiera respondido usted; pero habitamos en la libre Francia, y el azar nos conduce a este banco no muy seco, para que departamos un instante o para que realicemos una novela... una novela mucho mejor que esa con que distrae usted sus ocios.
—A mí me agrada.
—A mí, no.
—Comprenderá que no por ello voy a desistir de leerla.
—Ni yo de opinar, máxime habiendo tiempo de que repare usted su culpa. La joven torció el gesto:
—Ahora, en cambio, se manifiesta usted nada galante...
—Como el firmamento, que nos amenaza con uno de esos chaparrones parisienses, a los que jamás me habituaré. ¡Y todavía no he devorado mi "brioche"!... ¿Usted gusta, señorita?
—Que le aproveche. Una pausa larga.
—He terminado con mi almuerzo y creo que usted con el suyo. Si me lo permite, entretendré los horrores de nuestra laboriosa digestión contando el cuento de mi historia.
 
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