Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
Doña Perfecta
Benito Pérez Galdós
 
 
Doña Perfecta
I
 
¡VILLAHORRENDA!... ¡CINCO MINUTOS!...
 
Cuando el tren mixto descendente número C5 (no es preciso nombrar la línea) se detuvo en la pequeña estación situada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajeros de segunda y tercera clase se quedaron durmiendo o bostezando dentro de los coches, porque el frío penetrante de la madrugada no convidaba a pasear por el desamparado andén. El único viajero de primera que en el tren venía bajó apresuradamente, y dirigiéndose a los empleados, preguntóles si aquél era el apeadero de Villahorrenda. (Este nombre, como otros muchos que después se verán, es propiedad del autor.).
«En Villahorrenda estamos—repuso el conductor, cuya voz se confundió con el cacarear de las gallinas que en aquel momento eran subidas al furgón.—Se me había olvidado llamarle a usted, Sr. de Rey. Creo que ahí le esperan con las caballerías.
—¡Pero hace aquí un frío de tres mil demonios —dijo el viajero envolviéndose en su manta.—¿No hay en el apeadero algún sitio donde descansar y reponerse antes emprender un viaje a caballo por este país de hielo?».
No había concluido de hablar, cuando el conductor, llamado por las apremiantes obligaciones de su oficio, marchóse, dejando a nuestro desconocido caballero con la palabra en la boca. Vio éste que se acercaba otro empleado con un farol pendiente de la derecha mano, el cual movíase al compás de la marcha, proyectando geométricas series de ondulaciones luminosas. La luz caía sobre el piso del andén, formando un zig-zag semejante al que describe la lluvia de una regadera.
«¿Hay fonda o dormitorio en la estación de Villahorrenda?—preguntó el viajero al del farol.
—Aquí no hay nada,—respondió éste secamente, corriendo hacia los que cargaban y echándoles tal rociada de votos, juramentos. blasfemias y atroces invocaciones, que hasta las gallinas, escandalizadas de tan grosera brutalidad, murmuraron dentro de sus cestas.
—Lo mejor será salir de aquí a toda prisa —dijo el caballero para su capote.—El conductor me anunció que ahí estaban las caballerías. »
Esto pensaba, cuando sintió que una sutil y respetuosa mano le tiraba suavemente del abrigo. Volvióse y vió una obscura masa de paño pardo sobre sí misma revuelta, y por cuyo principal pliegue asomaba el avellanado rostro astuto de un labriego castellano. Fijóse en la desgarbada estatura, que recordaba al chopo entre los vegetales; vio los sagaces ojos, que bajo el ala de ancho sombrero de terciodapelo raído resplandecían; vio la mano morena y acerada, que empuñaba una vara verde, y el ancho pie que, al moverse, hacía sonajear el hierro de la espuela.
«¿Es usted el Sr. D. José de Rey?—preguntó, echando mano al sombrero.
—Sí; y usted—repuso el caballero con alegría,—será el criado de Doña Perfecta, que viene a buscarme a este apeadero para conducirme a Orbajosa.
—El mismo. Cuando usted guste marchar... la jaca corre como el viento. Me parece que el Sr. D. José ha de ser buen jinete. Verdad es que a quien de casta le viene...
—¿Por dónde se sale?—dijo el viajero con impaciencia.—Vamos, vámonos de aquí, señor... ¿Cómo se llama usted?
—Me llamo Pedro Lúcas—respondió el del paño pardo, repitiendo la intención de quitarse el sombrero;—pero me llaman el tío Licurgo. ¿En dónde está el equipaje del señorito?
—Allí bajo el reloj lo veo. Son tres bultos. Dos maletas y un mundo de libros para el Sr. D. Cayetano. Tome usted el talón.»
Un momento después, señor y escudero hallábanse a espaldas de la barraca llamada estación, frente a un caminejo que, partiendo de allí, se perdía en las vecinas lomas desnudas, donde confusamente se distinguía el miserable caserío de Villahorrenda. Tres caballerías debían transportar todo: hombres y mundos. Una jaca de no mala estampa era destinada al caballero. El tío Licurgo oprimiría los lomos de un cuartago venerable, algo desvencijado, aunque seguro, y el macho, cuyo freno debía regir un joven zagal, de piernas listas y fogosa sangre, cargaría el equipaje....
 
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