Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
El anhelo
Carmen de Burgos
 
 
El anhelo
I
 
Se podía decir que don Felipe era un hombre feliz. No sólo era rico, la primera fortuna de la Provincia, sino que había sabido hacerse una vida cómoda, plácida, algo egoísta y frailuna, pero envidiable para los que la contemplaban. Tenía una salud excelente don Felipe, a pesar de sus sesenta y cinco años. Alto, robusto sin obesidad, tenía un semblante rosado, de color moreno, y conservaba la vivacidad de los ojos, la carnosidad de los labios, toda la cabellera y la barba corrida, las cuales, aunque tenían ese desagradable tono, sal y pimienta de la canicie, le daban más juventud de la que presta la calva. Estaba viudo ya hacía muchos años, desde los treinta, y jamás se le habían conocido noviazgos, devaneos ni coqueterías de viudo rico, a pesar de que su gran fortuna y su aspecto arrogante atraían hacia él la atención de las mujeres. Recién viudo, se lo disputaron las señoritas más bellas do la ciudad. Si entraba en un baile lo rodeaban, lo mimaban, se le ofrecían de una manera escandalosa. Lo buscaban para obras benéficas, lo invitaban a todas partes; pero él no hacía caso de nadie, absorto en el cuidado y la educación de su hija, Santita, el vástago único, que tenía cinco años al morir la madre. Santita era una niña picuda, blanducha, débil, con la piel lechosa y el cabello, los ojos y los labios descoloridos. Vivía gracias al continuo cuidado, casi artificial, de que la rodeaba el padre, pues ya no sólo le tenía cariño de tal, sino también cierto empeño de agricultor o de artífice, que se apasiona por cultivar una planta o terminar un objeto difícil. Siempre enferma la niña, le costaba, según su expresión, más oro que pesaba. Hacía venir médicos de la Corte y de las ciudades vecinas, pagándoles precios fabulosos por el viaje y la consulta.
—Si yo no tuviera dinero —decía con orgullo— , Santita ya se hubiera muerto.
¡Le recomendaban unos regímenes tan raros! Hubo temporadas que se alimentó con leche de perra y carne cruda, picada con las tijeras, y otras de sesos de pescado, en una cantidad que obligaba a comprarlos por arrobas.
Por eso sin duda fue el padre tan celoso de los noviazgos así que se desarrolló. La tenía siempre a su lado, dedicado completamente a ella, que le bastaba para llenar su corazón, y sin comprender que era imposible la reciprocidad. La gente criticaba su egoísmo.
—Parece que la cría para monja.
Se buscaba la amistad de la muchacha como medio de tratar al padre, que por no dejarla sola y evitar la influencia de las amiguitas, estaba siempre presente en sus visitas y reuniones, en las que tratando de hacerse agradable, les preparaba sorpresas, regalos de joyas, meriendas, excursiones y juegos. No la había dejado ir al colegio, ni tratarse con nadie en intimidad. Por eso Santita se conformaba de buen grado a su vida, enamorada del cariño de su padre, que le parecía incomparable con todos los noviazgos de sus amigas. Bien es verdad que don Felipe tenía buen cuidado de que no se hablase de eso delante de ella; y en cuanto en una reunión aparecían muchachos, ya no volvían más. Se escandalizaban las comadres. Ya no sólo él había desdeñado una nueva unión, sino que parecía querer que la hija se quedase solterona. Lo achacaban a avaricia.
—Está podrido de dinero y no quiere que la hija se case por no soltar la dote.
Las comadres con hijos casaderos estaban furiosas e intrigaban para conseguir la alianza con don Felipe.
Y al fin Santita se enamoró. Se enamoró del modo fulminante con que se enamoran las mujeres andaluzas. Vio a Leovigildo en una reunión en casa de una de sus amigas. ¡Leovigildo! Le llamó la atención aquel nombre de rey godo que tenía el joven dependiente de comercio, acabado de llegar de Barcelona. Era hijo de una familia modesta de un pueblecillo cercano; pero a ella lo pareció un hombre distinguido, excepcional, como su nombre. Aquel Leovigildo hacía versos y tenía aspecto do enfermo. ¡Qué interesante! Recitaba poniendo en blanco los ojos negros, rodeados de un círculo morado, y accionando con una mano larga, pálida, afinada, en la que llevaba un ópalo. A Santita le parecía el colmo de la distinción.
Aquel mes subió la cuenta de sus gastos en la tienda. Todos los días necesitaba algún pedazo de tela o algún metro de encaje.
Su criada iba y venía para buscar el color, o la calidad, trayendo y llevando muestras y recados.
—¿Qué te ha dicho?—interrogaba ella.
—«Saludas de mi parte a tu linda señorita», y mientras me lo decía liaba la media vara de seda...
 
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