Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
El burro del tío Antón
Rafael Ruiz López
 
 
El burro del tío Antón
A LA SEÑORITA
Dª Consuelo de Luque
El mayor mérito de mi modesto libro es, sin duda, el de llevar tu nombre al frente. Lo pongo para que al leerlo los adoradores de la Virtud, se descubran.
Rafael Ruiz López
 
CAPITULO PRIMERO
 
El tío Antón y su burro formaban una pareja, una yunta, si queréis, deliciosa. Yo tengo por indudable que habían nacido el uno para el otro. El hombre había adquirido por sesenta reales aquel animal, cuando era rucio y saltaba y corría con la ligereza del gamo. Perico —con tal nombre fue bautizado— aún era muy revoltoso y muy tierno cuando se vio sujeto a ganarse la vida «con el sudor de su frente.»
—Quid non laborat non manducat—se vio precisado a pensar el tío Antón, aunque no en latín. Y con verdadera pena, porque el hombre sentía gran afecto hacia su burro, tomó una determinación seria: la de que el burro enganchado a la noria diese vueltas y sacase el agua necesaria para regar el pintoresco huertecito.
Él sentía inefable goce viendo á Perico correr, saltar y revolcarse libremente; pero se impuso a la necesidad imperiosa y cruel: las cosas no podían pasar así; el tío Antón tuvo que convertirse en tirano y arrebatar al rucio todos sus derechos: los que tienen los animales jóvenes de revolcarse al sol, hacer diabluras y comer.
Repito que el hombre, que tenía corazón mejor que el oro, sintió gran pena al convertirse en tirano del animal, hasta el punto de que le dio á Perico las siguientes explicaciones, mientras le propinaba cariñosos golpecitos en el lomo.
—Hay que sentar la cabeza y moderar los ímpetus juveniles. Ya sé yo que voy a jugarte una mala pasada; pero tú serás razonable y no me guardarás odio por ella. Ya ves que no hay otro remedio. La huerta no puede resistir sin agua y el cielo no la da siempre que conviene; de modo es que no soy yo solo el que te quita la libertad de que gozabas hasta el día, somos dos; el tío Antón, que no tiene dinero para que te des una vida regalada, y el cielo que no puede dar agua cuando la necesita el tío Antón.
Hechas las precedentes reflexiones, que, no entendió el burro, el tío Antón procedió á engancharle a la noria, consiguiéndolo no sin gran trabajo.
Perico, al sentir sobre sí tales arreos, debiéronle parecer cosa diabólica y endemoniada, y emprendió vertiginosa carrera sin hacer caso de las voces del tío Antón que le recomendaba calma. El animalejo creyó al principio que con tan desenfrenado correr lograría deshacerse de aquel peso infernal que arrastraba. Pronto se convenció de que no conseguiría nada; aquella cosa estaba unida a él tan fuertemente como si perteneciera a su propio cuerpo. Soltarse los fatales ataderos era empresa superior a sus fuerzas. Esta fue la causa de que no tardase mucho en aminorar su marcha, y de que filosofando un poco adquiriese el convencimiento de que el mejor partido que podía tomar era el de pararse; prescindir de los saltos y locas carreras de la pasada vida, y reflexionar seriamente sobre lo presente. No se incomodó el tío Antón al ver el comportamiento poco recomendable de Perico.
Lejos de castigarle airado, acercóse a él; le pasó suavemente la mano por el lomo, y con el acento más cariñoso y paternal del mundo:
—¡Pobre Perico!—murmuró,—te has asustado, ¿verdad? Tú no sabías lo que era estar sujeto de esta manera y te ha pillado de sorpresa. ¡Pobre Perico! Descansa, sí, descansa un poco y tranquilízate: esto, es peor que la libertad de antes, ya lo sé pero ¡qué puñales! hay que tener resignación.
Aseguro que le faltaba poco al tío Antón para llorar, á lágrima viva, al ver al pobre rucio tan fuertemente ligado a la noria, aguzando las orejas, y dando resoplidos, como si estuviera falto de respiración. ¡De qué buena gana le hubiera soltado!
—Pero ¡puñales! hay que trabajar: la huerta pide agua y no hay más remedio que dársela, si se quiere que luego ella dé mercancía, para la plaza. Desgraciadamente los hombres han arreglado las cosas así y hay que tomar y aceptar de buen grado el mundo como está hecho, si se quiere vivir pacíficamente teniendo lo necesario para no pasar hambre. Claro está que Perico no entendía gran cosa de razones, y aun cuando aguzaba las orejas, no era, sin duda, para oír las palabras del tío Antón. Sentía, sí, la voz del amo y las caricias que le hacía, y a pesar de esto, le temblaban las patas endemoniadamente y no se atrevía dar paso. El tío Antón acabó por persuadirle de que debía seguir la interrumpida marcha. Volvió, pues, a dar vueltas, ahora menos azorado y más dócil, como resignado a aquella penitencia que le habían impuesto por el delito de pertenecer a un amo que, aunque le quería, no era rico y se veía precisado a utilizar sus fuerzas. Luego su tristísima condición de burro obligábale a la esclavitud en que los más astutos hacen vivir a los más pacientes y buenos, y creo que me concederéis que el hombre es, a veces, superior al burro. Los chirridos del eje de la rueda llena de canjilones desportillados le hacían a Perico un efecto extraño; pero poco a poco se fue habituando hasta que acabó por no extrañar nada. Mientras marchaba a paso lento debía echar de menos el campo, cubierto de sabroso verde y de pintorescas flores, donde pastaba libre, corriendo a su antojo, y parábase cuando quería, para revolcarse en la arena y recibir en su blanca panza las caricias del brillante sol, saboreando la fresca hierba, agradable a su paladar...
 
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