Dominio
público |
|
El carpintero y
los frailes
|
Guillermo Díaz-Caneja
|
|
|
|
El sol, sin encontrar
el obstáculo de una persiana o cortina que pudiera
impedírselo, penetraba libremente por la espaciosa
puerta de la carpintería del señor Braulio, poniendo
el taller a una temperatura que, de haber habido
en él algún termómetro que la marcase, se hubiera
podido comprobar que no era inferior a 50°, no obstante
lo temprano de la hora que, a poco, por el sonar
de un reloj, se pudo saber que era la de las diez.
En un rincón del amplio local, y sentado en una
silla que, inclinada sobre sus patas traseras apoyaba
el respaldo en la pared, para sostener sobre él
la pesada humanidad del fornido carpintero, dormitaba
éste con la cabeza caída sobre el pecho, sin que
para nada le molestase el infinito número de moscas
que, a juzgar por su incesante saltar de una a otra
parte, jugaban sobre su ancho rostro el más interesante
partido de foot-ball que desear pudieran
los más exigentes aficionados. A compás de la respiración
los recios y grandes bigotes negros que descendían
hasta el labio inferior enderezábanse como cintas
impelidas por un potente ventilador, tal era la
potencia torácica del plácido durmiente que apoyaba
ambos pies en un travesaño de la silla, mientras
los brazos, desmayados, caían a uno y otro lado
de la misma, haciendo esfuerzos para sostener las
anchas y gruesas manos que, como el rostro, aparecían
bastante negras, a causa de su poco trato con el
agua y el jabón.
Una camiseta que en la tienda ostentó risueños colores
blancos y azules, distribuidos a rayas, un pantalón
de tela azul y unas alpargatas, cubrían el desarrollado
y musculoso cuerpo del carpintero.
En el centro del taller destacábase un banco propio
del oficio, sobre el que se veían desparramadas
algunas herramientas y un grueso listón de madera,
que, sin duda, sufría las operaciones necesarias
para ser transformado en algo que no podemos precisar.
Por el suelo y en los rincones, veíanse virutas,
aunque no en mucha abundancia, que, por sus distintas
tonalidades, denotaban no ser el producto de un
trabajo cotidiano, sino la acumulación del de días
sucesivos.
Algunas tablas se apoyaban en las paredes, otras
yacían tendidas en el suelo y, colgando de un grueso
clavo, destacábase una gran sierra, al lado de un
depósito de herramientas.
En competencia con el carpintero, en lo que a trabajar
se refería, y abusando de su confianza, varias arañas
habían establecido sus telares en uno de los ángulos
del local, y en él fabricaban tranquila y apaciblemente
las sutiles telas que sirvieran de cepo para cazar
la sabrosa mosca y el apetitoso mosquito.
En otro de los ángulos, se podía contemplar un grueso
travesaño al cual se hallaba sujeta una campana,
de cuyo badajo pendía una vieja y ennegrecida cuerda.
De intento, hemos dejado para lo último el citar
este artefacto, porque, a punto de sonar las diez,
su importancia en el taller quedó demostrada con
la aparición de una mujer, que en su indumentaria
y aseo corría parejas con el carpintero, la cual,
asiendo con brusco ademán la sucia cuerda, hizo
sonar, violenta y repetidamente, la campana hasta
que logró sacar de su profundo sueño al señor Braulio,
desapareciendo después por donde había salido, que
era una puerta situada en el lado derecho del taller,
que comunicaba con el resto de la casa.
Cayó con violencia la silla sobre sus patas delanteras,
crujiendo su armazón quejumbrosamente, enderezóse
el carpintero elevando los puños en alto, cual si
jurase por su honor aniquilar a alguien, lanzó un
formidable berrido a manera de bostezo, abrió los
ojos, y se quedó mirando a un esmirriado chiquillo
que, con cara de asombro, contemplaba las operaciones
llevadas a cabo por el señor Braulio para volver
a la realidad.
El carpintero se atusó los bigotes con ambas manos
para dejar libre el órgano bucal, y, con voz gruesa
y áspera, exclamó:
—¡Hola, Celedonio! ¿Cuándo has venido?
—Ya hace un buen rato, señor Braulio. Pero me dijo
mi padre que no entrase mientras no oyese sonar
la campana, y me quedé ahí fuera hasta que la señora
Justina la tocó hace un momento.
—Tu padre sabe cómo se cumplen en esta casa las
leyes del trabajo, y que aquí nadie entra en el
taller hasta que la campana suena, ni abandona la
obra hasta que vuelva a sonar. Bueno es que te vayas
enterando, ya que como aprendiz entras hoy en mi
casa.
—Sí, señor—dijo el chico, maquinalmente y sin comprender
por qué el señor Braulio le daba aquellas explicaciones.
—Aquí se entra a trabajar, por la mañana, a las
diez, y se sale a las doce, a toque de campana.
Por la tarde, se reanuda la tarea a las cuatro y
se deja a las seis. ¿Estamos?
—Sí, señor.
—Fíjate bien, porque me pareces algo atontado.
—No, señor.
—Bueno. Aquí, como ves, la jornada mercantil es
de cuatro horas, que son suficientes para hacer
todo lo que haga falta en cualquier ramo de la industria;
y aquí, en Ciruelo de! Monte, el Sindicato del ramo
de la madera, cuyo presidente soy yo, ha tomado
ese acuerdo para reivindicar los derechos del obrero,
que soy yo, y que no sea explotado por el patrono...
que soy yo también. ¿Estamos?
—Sí, señor.
—Bueno. Pues, como ves, tienes la suerte de entrar
como obrero en donde no se le explota. ¿Tú tienes
afición al oficio?
—No lo sé. A sacar virutas de la madera, sí; pero...
Mi padre me dijo ayer: mañana, a las diez, te presentas
en casa del señor Braulio para que aprendas el oficio...
y aquí estoy.
—Un poco enclenque pareces... y no sé si servirás...
—Yo creo que no, porque mi padre siempre me está
diciendo que no sirvo para nada...
—Yo lo veré.
—Eso será lo mejor, que usted lo vea—añadió el muchacho,
gozoso de no ser él quien tuviera que esforzarse
en analizar sus cualidades para el trabajo.
Las diez y media se escucharon en un reloj.
—Ahora entérate de tus deberes.
El rostro del muchacho expresó el susto que tal
advertencia le causaba, porque era lo cierto que
si aquellos deberes eran muchos, no estaba muy cierto
de poder retenerlos todos en la memoria. —Estarás
seis meses de aprendiz atrasado, ganando dos reales
a la semana. En estos seis meses tendrás a tu cargo
el aseo y limpieza del taller y la misión de hacer
los encargos que te haga la Justina, que, como tú
sabes, es mi mujer, y desde hoy tu maestra. Te advierto
que en punto a la limpieza, tanto mi mujer como
yo, somos inflexibles...
—Sí, señor—replicó Celedonio maquinalmente, mirando
las telas de araña.
—Para poder ejercer el oficio tendrás que afiliarte
al Sindicato, cotizando para el mismo, cuarenta
céntimos semanales.
—Entonces, ¿no me queda más que una perra gorda?
—¿Te parece poco para un aprendiz que empieza? Pero
a los seis meses ascenderás a aprendiz aventajado,
y entonces cobrarás una peseta...
—¡Ah!...
—Pero cotizarás ochenta todas las semanas, que es
lo que te corresponde.
— ¡Ya!—replicó el muchacho, pensando que si la proporción
seguía así, jamás llegaría a percibir más de cuatro
o cinco perras—. ¿Y dónde tengo que ir para afiliarme
a eso... que ha dicho usted? —¿No te he dicho que
el Sindicato soy yo?
—Ya no me acordaba.
Las once sonaron en el mismo reloj de antes. El
señor Braulio sacó un pitillo, y después de encenderlo
con toda calma, exclamó:
—Eso, yo te lo arreglaré. Ahora coge aquella escoba
que está en el rincón y barre el taller para empezar
el trabajo. Y dicho esto se puso a la puerta, en
espera de que Celedonio cumpliese la orden recibida.
Obedeció el muchacho, requiriendo la escoba que
se le había indicado. Con frecuencia se detenía
en el torpe barrido que efectuaba, sorprendido por
la extraña actitud del que ya consideraba su maestro.
Éste, en la puerta de la carpintería, envuelto en
una nube de polvo que espantada de la escoba de
Celedonio salía por aquélla, mascullaba, incesante,
palabras que a insultos sonaban en los oídos del
aprendiz y que éste no sabía contra quién iban dirigidos.
Encogíase de hombros Celedonio y reanudaba su operación.
Terminada que fue acercóse al señor Braulio, y tímidamente
le preguntó lo que hacer debía con el montón de
virutas, astillas y polvo que había reunido.
El carpintero, suspendiendo su misteriosa perorata,
le indicó un rincón del local, haciéndole saber
a su aprendiz que como allí había mucha materia
aprovechable para calentar la cola y encender la
lumbre, no podía tirarse a la calle.
—Una de las muchas cosas que aquí aprenderás es
la economía. Y ahora, al trabajo. A ver si es posible
que yo haga las escopleaduras a este listón para
convertirlo en la percha que quiere el alcalde.
Las once y media sonaron en el reloj ya conocido.
El señor Braulio, acercándose al banco que para
él resultaba como el de la paciencia, empezó a buscar
entre las herramientas el escopleador y el martillo.
A punto que daba con ellos, y se disponía a emplearlos,
una viejecita, modesta y aseadamente vestida, apareció
en la puerta de la carpintería saludando con el
deseo de que la paz de Dios reinase en ella... |
|
|
|
Descargue
la obra completa original
en PDF desde la Biblioteca Nacional de España:
|
|
|
|
|
|