Dominio
público |
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El espejo de la
muerte
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Miguel de Unamuno
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Historia
muy vulgar
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PROLOGO
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¡La pobre! Era
una languidez traidora que iba ganándole el cuerpo
todo de día en día. Ni le quedaban ganas para cosa
alguna: vivía sin apetito de vivir y casi por deber.
Por las mañanas costábale levantarse de la cama,
¡a ella, que se había levantado siempre para poder
ver salir el sol! Las faenas de la casa le eran
más gravosas cada vez.
La primavera no resultaba ya tal para ella. Los
árboles, limpios de la escarcha del invierno, iban
echando su plumoneillo de verdura; llegábanse a
ellos algunos pájaros nuevos; todo parecía renacer.
Ella sola no renacía.
"¡Esto pasará—decíase—, esto pasará!", queriendo
creerlo a fuerza de repetírselo a solas. El médico
aseguraba que no era sino una crisis de la edad:
aire y luz, nada más que aire y luz. Y comer bien;
lo mejor que pudiese.
¿Aire? Lo que es como aire le tenían en redondo,
libre, soleado, perfumado de tomillo, aperitivo.
A los cuatro vientos se descubría desde la casa
el horizonte de tierra, una tierra lozana y grasa
que era una bendición del Dios de los campos. Y
luz, luz libre también. En cuanto a comer..., "pero,
madre, si no tengo ganas..."
—Vamos, hija, come, que a Dios gracias no nos falta
de qué; come—le repetía su madre, suplicante.
—Pero si no tengo ganas le he dicho...
—No importa. Comiendo es como se las hace una.
La pobre madre, más acongojada que ella, temiendo
se le fuera de entre los brazos aquel supremo consuelo
de su viudez temprana, se había propuesto empapizarla,
como a los pavos. Llegó hasta a provocarle bascas,
y todo inútil. No comía más que un pajarito. Y la
pobre viuda ayunaba en ofrenda a la Virgen pidiéndole
diera apetito, apetito de comer, apetito de vivir,
a su pobre hija.
Y no era esto lo peor que a la pobre Matilde le
pasaba; no era el languidecer, el palidecer, marchitarse
y ajársele el cuerpo; era que su novio, José Antonio,
estaba cada vez más frío con ella. Buscaba una salida,
sí; no había dudado de ello; buscaba un modo de
zafarse y dejarla. Pretendió primero, y con muy
grandes instancias, que se apresurase la boda, como
si temiera perder algo, y a la respuesta de madre
e hija de: "No; todavía no, hasta que me reponga;
así no puedo casarme", frunció el ceño. Llegó a
decirle que acaso el matrimonio la aliviase, la
curase, y ella, tristemente: "No, José Antonio,
no; éste no es mal de amores; es otra cosa: es mal
de vida." Y José Antonio la oyó mustio y contrariado.
Seguía acudiendo a la cita el mozo, pero como por
compromiso, y estaba durante ella distraído y como
absorto en algo lejano. No hablaba ya de planes
para el porvenir, como si éste hubiera para ellos
muerto. Era como si aquellos amores no tuviesen
ya sino pasado.
Mirándole como a espejo, le decía Matilde:
—Pero, dime, José Antonio, dime, ¿qué te pasa?;
porque tú no eres ya el que antes eras...
— ¡Qué cosas se te ocurren, chica! ¿Pues quién he
de ser?,...
—Mira, oye: si te has cansado de mí, si te has fijado
ya en otra, déjame. Déjame, José Antonio, déjame
sola, porque sola me quedaré; ¡no quiero que por
mí te sacrifiques!
— ¡Sacrificarme! Pero ¿quién te ha dicho, chica,
que me sacrifico? Déjate de tonterías, Matilde.
—No, no, no lo ocultes; tú ya no me quieres...
—¿Que no te quiero?
—No, no, ya no me quieres como antes, como al principio...
—Es que al principio...
—¡Siempre debe ser principio, José Antonio!; en
el querer siempre debe ser principio; se debe estar
siempre empezando a querer.
—Bueno, no llores, Matilde, no llores, que así te
pones peor...
—¿Que me pongo peor?, ¿peor?; ¡luego estoy mal!
—¡Mal... no!; pero... Son cavilaciones...
—Pues, mira, oye, no quiero, no; no quiero que vengas
por compromiso...
—¿Es que me echas?
—¿Echarte yo, José Antonio, yo?
—Parece que tienes empeño en que me vaya...
Rompía aún a llorar la pobre. Y luego, encerrada
en su cuarto, con poca luz ya y con poco aire, mirábase
Matilde una y otra vez al espejo y volvía a mirarse
en él. "Pues no, no es gran cosa—se decía—; pero
las ropas cada vez se me van quedando más grandes,
más holgadas; este justillo me viene ya flojo, puedo
meter las dos manos por él; he tenido que dar un
pliegue más a la saya... ¿Qué es esto, Dios
mío, qué es?" Y lloraba y rezaba.
Pero vencían los veintitrés años, vencía su madre,
y Matilde soñaba de nuevo en la vida, en una vida
verde y fresca, airada y soleada, llena de luz,
de amor y de campo; en un largo porvenir, en una
casa henchida de faenas, en unos hijos y, ¿quién
sabe?, hasta en unos nietos. ¡Y ellos, dos viejecitos,
calentando al sol el postre de la vida!
José Antonio empezó a faltar a las citas, y una
vez, a los repetidos requerimientos de su novia
de que la dejara si es que ya no la quería como
al principio, si es que no seguía empezando a quererla,
contestó con los ojos fijos en la guija del suelo:
"Tanto te empeñas, que al fin..." Rompió ella una
vez más a llorar. Y él entonces, con brutalidad
de varón: "Si vas a darme todos los días estas funciones
de lágrimas, sí que te dejo." José Antonio no entendía
de amor de lágrimas.
Supo un día Matilde que su novio cortejaba a otra,
a una de sus más íntimas amigas. Y se lo dijo. Y
no volvió José Antonio. Y decía a su madre la pobre:
—¡Yo estoy muy mala, madre; yo me muero!... |
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