Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
El rumor de las olas
Juan Alemany Limiñana
 
 
El rumor de las olas
A GUISA DE PROLOGO
 
El protagonista de esta obra no es un ser ilusorio creado por la fantasía del autor: cuando le conocí y traté, maravilláronme sus sanos juicios, su claro discernimiento, sus prendas morales, sus agudezas, sus dichos, que me recordaban frecuentemente aquellos populares versos del poeta valenciano que dicen:
 
"que de los rústicos labios, entre algunas necedades, salen a veces verdades que no las dicen los sabios.“
 
Ser noble, todo sensibilidad y amor, tenia más de Quijote que de Sancho. De haber nacido en otro ambiente, de haber cultivado su inteligencia, de haber pulido ese algo grande que se revolvía allá en el fondo de su espíritu, tal vez hubiera sido un apóstol del altruismo, un mártir de ideas redentoras.
Su pasión por la mujer que amó con toda el alma, le hizo devorar en silencio las penas más crueles y los más amargos sinsabores. Leed su historia, no os fatigue su lectura: es el relato fiel de escenas vividas, reales: consecuencias de hechos que se encadenan fatalmente en la vida social y que tienen por base la diferencia de castas, los prejuicios insensatos de nuestra sociedad desequilibrada, la impunidad de actos, de atropellos que diariamente se registran en la historia de fingidos amores. Terminaré este exordio diciendo como Goethe: “No he exagerado ni embellecido esta historia: hasta puedo decir que la he contado débil, debilísimamente, y que ha perdido mucho de su sencillez, porque la he encerrado en el molde de nuestro lenguaje usual y circunspecto."
"Esta pasión que encarna tanto amor y tanta fidelidad, no es una ficción poética: vive, centellea en toda su pureza en estos hombres que apellidamos incultos y groseros nosotros, la gente civilizada, civilizada hasta el punto de no ser ya nada."
 
I
 
El terreno áspero, roqueño, inculto en su mayor extensión, es en otras partes blando, fértil, cuidadosamente cultivado, como si la Naturaleza, amante de la variedad, presentara aquellas manchas de color para romper la monotonía del paisaje. Escasean las flores y los árboles siendo los sembrados los que dominan casi en absoluto. Casas de labor diseminadas por los campos completan el cuadro vulgar de aquella parte de la costa levantina. Hacia el mar las condiciones del terreno varían completamente: una capa arenisca se extiende y acrescienta a medida que se aproxima a la ribera, formando al fin inmensos taludes de finísimas arenas que semejan granos de oro, abrillantados por el ardiente sol meridional; luego la playa limpia, llana y tranquila, acariciada por las apacibles olas de aquel mar siempre en calma. Junto a la orilla e internándose en el agua, aparecen pequeños bancos de roca, como diminutas islas, donde infinidad de moluscos se incrustan en la piedra formando en ella variado mosaico.
Desde lo alto se divisa la capital esfumada por ligera bruma que producen las exhalaciones marítimas.
Todo es paz en aquellos campos soledosos. A penas interrumpe el silencio el ladrido de algún mastín, celoso guardián de la casa, o el canto monótono del labriego que lanza al aire sus eróticas quejas mientras el arado traza surcos paralelos en la superficie de la tierra pródiga.
Aquel día el expresivo rostro de Tonet anunciaba extraordinario gozo: el fornido mocetón iba y venia diligente ayudando a su madre en los quehaceres domésticos, ansioso de que todo quedara limpio y arreglado y en disposición de recibir a la señoreta que debía llegar aquella misma mañana.
Quería recibirla dignamente, con honores de reina a ser posible. Un mismo pecho había amamantado a los dos, los dos habían dormido en el mismo lecho en los primeros años de su niñez y juntos habían corrido por la playa dejándose caer desde lo alto de los arenales. Más tarde, la hermosa y amable compañera de sus juegos, fue separada de él; sus padres la llevaron consigo a la ciudad y el muchacho quedó solo con su buena madre en aquella casa llena de recuerdos de la amiga, de la hermana cariñosa. Y para que fuese más triste la separación y dejara más honda huella en su alma, Tonet cayó enfermo, de traidora enfermedad, luchando largo tiempo entre la vida y la muerte, quedando sin oído y casi sin palabra. Por mucho tiempo todo fue silencio a su alrededor: silencio lúgubre, imponente; silencio de sepulcro y desesperación.
La ciencia consiguió al fin vencer, volviendo a la normalidad los órganos lesionados; pero no pudo devolver al niño la alegría propia de sus años. Creció el muchacho, y aunque de genio bondadoso y sencillo, prefería la soledad de los campos a la reunión de los mozos de su edad.
En los primeros meses de la separación, la niña iba con frecuencia a verles o por el contrario iban ellos a la capital. Estas visitas fueron cada vez menos asiduas, llegando ya a ser caso extraordinario la dicha de tenerla en casa. Ahora ya era una mujer hecha y derecha que llamaba la atención por su hermosura y gallardía. Tonet la hubiera deseado siempre niña; aquella muñeca de cabello blondo que él llevaba cariñosamente en sus brazos con toda suerte de cuidados por temor de estropear su cuerpecito delicado y fino. Hacía tiempo, mucho tiempo que no se habían visto. Eva, (por apócope de Evarista), había estado en la Corte, en compañía de unos parientes de su difunto padre y volvía deseosa de descanso y vida apacible: principalmente su madre necesitaba respirar aires puros que vigorizaran su decaída naturaleza.
Todo estaba dispuesto en aquella casa alegre, limpia, sana, enjabelgada, semejando copo de nieve caldo en un campo de esmeraldas. En la fachada, pampanoso parral abundante en racimos jugosos, presta sombra plácida en los bochornosos días del estío. Allá frente a la puerta, el pozo cubierto por cónica garita y junto a él, a un lado y otro, el abrevadero y la indispensable pila. Cercado por un frágil valladar un bien cuidado huertecillo con profusión de flores y árboles frutales. Luego la extensión de los sembrados y al lado opuesto de la casa y a su alrededor, diversos plantíos de olivos, almendros y otros árboles productivos. Era el trozo mejor de aquellos contornos. El padre de Tonet se enorgullecía cuando así lo declaraban los labradores de la partida; y murió con el consuelo de haber dejado asegurada la subsistencia de su mujer y de su hijo, con el fruto honrado de su laboriosidad.
Aquel día era de fiesta para Tonet: dio órdenes a los jornaleros que le ayudaban en sus trabajos y él luciendo pantalón de pana, chaqueta corta, alpargatas nuevas y sombrero de amplias alas, salió al camino, impaciente, a esperar a las viajeras.
El día era espléndido, magnífico; día de primavera con todos los encantos de la risueña estación. En la superficie del mar que parecía un lago, chispeaban los áureos botoncillos de fuego del astro diurno; brisa apacible y refrescante oreaba los campos y los trigales se inclinaban a su paso como saludándola con amoroso afecto. Alegría del vivir, misterioso encanto de la Naturaleza, sublimes armonías de la creación, todo llegaba al alma en delicioso concierto haciéndole sentir, creer y amar. Tonet caminaba gozoso, aspirando con fruición deleitosa la esplendidez de la mañana, llenándose de sol, de aromas, de sanidad campestre, saludando a sus convecinos con mayores muestras de afecto, de simpatía, como deseando infundir en ellos el contento que rebosaba en su alma, amándolo todo, admirándolo todo; cielo, tierra, mar y luz!...
Un pobre mendigante le imploró, y le socorrió generosamente con extrañeza del socorrido, desconocedor de tales munificencias hasta aquel momento de su vida. Es que el mozo hubiera querido que en sus manos estuviera todo el Bien para repartirlo profusamente en conmemoración de la llegada de Eva, de aquella hermana que él nunca había dejado de amar tiernamente, espiritualmente.
Se impacientaba anheloso de la llegada de la señoreta; su vista fija en el camino polvoriento, se dilataba, se aguzaba, pretendiendo extenderse más allá del horizonte, donde estuviera ella, la esperada.
A lo lejos del camino apareció un coche que avanzaba rápidamente. Tonet lo vio con alborozo. El alegre sonar de los cascabeles se oía perfectamente, resonando en el corazón del mozo con repique de gloria.
Y corrió para salirles al encuentro...
 
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