Dominio
público |
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El vengador de ultratumba
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Guillermo Núñez
de Prado
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I
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LOS
APARECIDOS
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En uno de los innobles
tugurios que abundan en el puerto de Vancouver,
en los que suele reunirse la hez de aquella población
de carácter cosmopolita, aunque predomine en ella
el elemento inglés, y en donde el honrado marinero,
perteneciente á la tripulación de algún buque mercante,
suele codearse y hasta cambiar una copa de infernal
aguardiente con asesinos, ladrones de profesión
y aventureros de la peor especie, comentábase, en
un grupo de individuos de catadura algo más que
sospechosa, una circunstancia extraña que, desde
hacía una semana, próximamente, veníase observando
entre los cargadores, faquines, marineros y demás
concurrentes asiduos al expresado puerto.
El que parecía llevar la voz cantante, por así decirlo,
en el grupo á que acabamos de aludir, y qué era
un individuo de alta estatura y robusta complexión,
en cuyo rostro, picado de viruelas y de expresión
intensamente antipática, hasta ser repulsiva, ostentábase
una enorme cicatriz que le cruzaba en todo su longitud
la mejilla derecha, decía a sus camaradas, todos,
sobre poco más o menos, de la misma calaña que él,
en el momento en que penetramos en la nauseabunda
taberna que nos ocupa:
—Os digo que, desde el domingo pasado, y hoy estamos
en viernes, vengo observando día por día, hora por
hora, minuto por minuto, lo que pasa en ese buque,
que hace apenas ocho días salió del astillero, y
juro que la cosa es a propósito para intrigar al
más despreocupado e indiferente.
—¿Te refieres a «La Pantera», Bill?—preguntó uno
de los oyentes.
—¿A cuál quieres, pues, que me refiera?—replicó
Bill, en tono de burla?—¿Hay algún barco en el puerto,
fuera del que acabas de nombrar, que ofrezca nada
de extraordinario, ni haya sido objeto de recientes
reparaciones?
—En efecto—intervino otro del grupo, —yo también
vengo fijándome en el barco en cuestión, desde hace
días, y no ha dejado de extrañarme, de igual modo,
lo que he podido observar. ¡Cualquiera diría que
ha venido solo á Vancouver, pues nunca se ve a nadie
sobre cubierta!
—Eso no es verdad—rectificó bruscamente Bill:—yo
he tenido ocasión de ver al cocinero, al maquinista
con dos de sus ayudantes, y a un grumete que apenas
tendrá doce años.
—Y pare usted de contar—repuso en tono irónico el
que antes había hablado.—Eso es lo mismo que si
no hubiera nadie, para...
Y el sujeto en cuestión, en cuyo rubicundo y abotargado
semblante habían dejado impresa su huella de un
modo indeleble la perversidad y el crimen, interrumpióse
de súbito, como si temiera que iba a decir demasiado,
y lanzó en torno suyo una mirada recelosa.
—¿Para qué?—preguntó Bill con cierta impaciencia;
y agregó, acto continuo, dirigiéndose al resto de
sus camaradas:—¡Este Dick ha de decir siempre las
cosas a medias!...
—Vale más decirlas a medias—observó sentenciosamente
Dick,—que tener que arrepentirse luego de haberlas
dicho.
—En eso tienes razón—reconoció espontáneamente Bill,—y
nadie puede negar que eres un zorro astuto, al que
será difícil que los sabuesos lo cojan nunca con
las manos en la masa; pero, a la sazón, tus precauciones
son inútiles, porque estamos completamente solos
en la taberna.
—No tan solos—replicó Dick,—puesto que está aquí
también el tabernero, y ya sabes que, desde hace
algún tiempo, corren rumores de que...
—¡Pobre de este fabricante de venenos de Jack, el
día que yo pueda cogerlo en tanto así! —le interrumpió
ferozmente Bill, mordiéndose, cuando concluyó de
hablar, el negro de la uña.— El día en que eso suceda—continuó
diciendo, mientras se llevaba la mano al cuello
y sacaba la lengua, para simular la mueca de un
ahorcado,— el dinero que la policía le da por sus
confidencias, si es verdad lo que empieza a susurrarse,
se le va a indigestar en el estómago.
—De cualquier modo, y mientras eso llega—observó
otro bandido,—Dick tiene razón, y es preferible
que andemos con prudencia.
—Lo mejor sería que no pusiéramos aquí los pies—agregó
un cuarto individuo;—esto de ponerse a hablar de
«negocios», sin saber si está uno vendido o no,
maldita la gracia que tiene.
—En cambio—hizo constar el mismo Dick, abogando
por el tabernucho de Jack,—no todos los rincones
que pudiéramos encontrar en Vancouver tienen tantas
condiciones de seguridad como éste; y, por otra
parte, si bien puede ser cierto que Jack hable más
de lo conveniente, por la cuenta que pueda tenerle,
no lo es menos que jamás se atreverá a entregar
a cualquiera de nosotros, porque es cobarde como
una gallina, y sabe que le va la vida en ello.
—Es verdad—asintieron varios de los que formaban
el temible grupo.
—Pues si lo es—contestó doctoralmente Dick, expresándose
en el tono concluyente y definitivo del que está
acostumbrado a que no se discutan sus palabras y
a que cuanto diga sea tomado como artículo de fe,—bien
estamos aquí; sobre todo, mientras Bill, que es
nuestro jefe, no decida lo contrario.
Y, al concluir, hizo un ademán de deferencia al
hombre de la gran cicatriz, a quien temía, lo mismo
que todos sus compañeros, por lo demás, como si
fuera el mismo diablo en persona.
Bill aceptó el mudo, pero elocuente homenaje, como
lo haría una bestia que se dejase reverenciar, y
repuso:
—Ya sabes que tú eres el consejero de la banda,
y que, ni yo ni nadie, hacemos nada sin consultarlo
antes contigo. |
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