Narraciones breves
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Dominio público
 
En el país del bluff
(Veinte días en Nueva York)
Joaquín Belda
 
 
En el país del bluff
El tren de Pensilvania debía dejarme en la estación de ese nombre a la una en punto de la tarde; me dejó después de las cinco.
Un retraso de más de cuatro horas—en un trayecto de veintiséis—fué mi debut en la ciudad colosal, donde dicen que el tiempo es oro.
El tren de Pensilvania, como el directo de Nueva York a Chicago, es uno de los trenes de gran lujo de Norteamérica. Lujo en todo, en los coches, en el magnífico salón-biblioteca, que va al final, en su terraza, de sillones confortables, desde la cual el viajero saborea la esplendidez del paisaje; y lujo también en la velocidad.
Su marcha, en cuanto el terreno ayuda un poco, llega a rayar en lo inverosímil; cuando uno se da cuenta de ella, siente los preliminares del vértigo.
Gracias a tal marcha, mejor dicho, a tal vuelo, la distancia entre San Luis Missouri y Nueva York se acorta varias horas sobre los trenes ordinarios. Y por todo ese lujo y esa comodidad la compañía no cobra al viajero más que un suplemento de tres dollars y setenta centavos, es decir, poco más del seis por ciento del precio del billete.
Cuando se viaja son inevitables las comparaciones: todo en la vida es comparación, pero parece que el roce con maletas y mozos del ferrocarril exacerba esa propensión comparativa de todo ser humano.
Y yo, al pagar mi suplemento en la taquilla de la estación de San Luis, recordaba los precios de los llamados asientos de lujo en la mayoría de los trenes europeos; confeccionados con arreglo a unas tarifas protectoras de la incomodidad, el tal lujo se castiga con algo tan elevado que más parece una pena pecuniaria.
Simpático tren éste de Pensilvania. Yo había llegado a San Luis, procedente de la frontera mexicana, por Laredo y San Antonio de Texas; sin más que una espera de media hora se toma el tren de lujo y en ruta para Nueva York. El viajero que es un poco vivo—yo lo fui—se instala en uno de los sillones de la terraza, límite final del tren, y empieza a disfrutar.
Apenas salidos de San Luis, se cruza el río Misisipí por un puente que parece obra de unos gigantes atacados de delirio de grandezas. El tal río merece el calificativo de venerable; su corriente se desliza por el cauce, amplísimo, con una majestad de la que carecen muchos jefes de Estado.
Dicen que hay en él muchos cocodrilos; yo no vi ni uno, ni al atravesarlo ahora ni en la hora larga en que nos fué acompañando, paralelo a la vía, antes de llegar a San Luis. En cualquier tertulia literaria de Madrid se ven más caimanes que aquí.
Después de almorzar en el coche restorán tuve la suerte de volver a encontrar desocupado mi asiento en la terraza. Instalado en él, me fué invadiendo un suave optimismo: la primera digestión, la alegría de aquel sol de finales de mayo, la verdura de aquellos campos de cultivo, que parecen jardines de palacios señoriales, todo eso se me reunía a un tiempo en la sensibilidad y me hacía ver la vida a través de un prisma tiente.
La verdad es que hay momentos en que es uno feliz..., sobre todo si tiene la precaución de no dejar hablar a la memoria. Es una felicidad hecha de bienestar, de comodidades; y uno bendice a la civilización de un país que ha perfeccionado sus medios de transporte hasta dar al viajero la completa sensación de agrado, de seguridad en el viaje.
De pronto el tren, que segundos antes ha disminuido un poco su marcha loca, se para en seco, como si hubiera tropezado con un obstáculo; tan en seco se para, que los viajeros que ocupamos la plataforma caemos al suelo casi todos.
Se oye un estrépito formidable de cristales rotos; yo siento, en la parte superior izquierda de mi cabeza, la misma caricia que produce, generalmente, una pedrada.
¿Qué ha pasado? No es difícil imaginárselo; nuestro tren ha chocado. Esa evidencia, y la de que por ahora no ha muerto uno en el choque, son las dos ideas que se presentan unidas en nuestro cerebro. Y en seguida se sobrepone a todo un sentimiento de curiosidad.
¿Qué habrá pasado? Poco trabajo cuesta verlo.
Se levanta uno como puede; al cruzar el salón se ve tendida en el suelo, y cubierta de pedazos de cristal, a una señora anciana. Nada le ha pasado, aparte el susto; sentada al pie de una de las grandes ventanas que separan la terraza del resto del coche, al romperse el cristal de aquélla —ha sido mi hijo, que viaja conmigo, el que la ha roto con la cabeza—recibió sobre su cuerpo los restos de aquella rotura.
Me asomo a la puerta delantera del coche; la larga fila del tren se halla detenida, formando una curva, ante una estación pequeña; en lo que fué cabeza del convoy se ve una cosa negruzca y gigantesca que brilla al sol. Sale humo de allí y, al otro lado, continúa una ristra de vagones de mercancías.
Hay que bajar a ver aquello de cerca.
Antes de un minuto todos los viajeros están en tierra; las chaquetas blancas de los camareros del restorán y de los criados del Pullman dan alegría al cuadro y borran toda idea de tragedia. El paisaje, bellísimo allí, como en casi todo el camino, contribuye con sus verdes, que parecen recién lavados, al inevitable optimismo del cuadro...
 
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