Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
Humildad
Gabriel Baleriola
 
 
Humildad
Este humilde libro nace a la luz pública sin prólogo ni padrinazgos, y está escrito para los que ambicionan y no se resignan.
El Autor
 
I
 

Oídme, Dios mío Los sacrificios de mi buena madre hiciéronme médico; pero no sé curar.
Estudié en el cuerpo humano la obra maravillosa de tu infinita omnipotencia. ¡Qué máquina tan acabada y tan perfecta!
La sangre circula en tenue red venosa impulsada por el corazón; los pulmones aspiran de la atmósfera el oxígeno que vivifica; los nervios conducen la sensación; los músculos mueven; los ojos son el más selecto aparato de la visualidad órganos que hablan y cantan, que oyen, que absorben y que eliminan, conjunto, en fin, de tu sabiduría indecible.
Nadie puede comprender ni mejorar esa obra, superior á la inteligencia humana.
Señor: dame tu gracia para curar los enfermos; yo sufro mucho cuando los veo perecer entre las lágrimas y la aflicción de los seres amados; quiero salvarlos de trance tan terrible; quiero llevar a las familias ese consuelo tan dulce, convirtiendo la agonía en resurrección.
Yo te ofrezco, Dios mio, no explotar ese don preciosísimo para enriquecerme. Te lo pido solo para hacer el bien, ya que tu ley lo manda y yo la acato con el fervor del creyente.
Descienda sobre mí un reflejo de tu divina majestad, para librar de la muerte a esos seres humanos que luchan con supremas ansias por la vida que de ti recibieron.
Yo veo a la madre expirante, al niño inocente, a la esposa desolada, al padre afligido, al hijo inconsolable que me piden el remedio contra la enfermedad que mata y el dolor que atormenta. ¿Por qué no me has de dar tu poder infinito para consolar tantas amarguras?
Tú quieres la caridad entre los seres humanos, y ya ves, Señor, que yo también la quiero para ejercerla con los mortales en las más hondas aflicciones.
Perdóname, Dios mío. Tú mandas hacer el bien y no das medios a tus criaturas para practicarlo. Tú que todo lo puedes, tú que riges los mundos ¿por qué no has de conceder a este pobre médico el don que te pide para curar sus enfermos? Ya ves, Señor, que te lo suplico con todo el fervor de mi espíritu, movido del sentimiento piadoso que palpita en tu infinita misericordia. Quitadme la vida mísera, si yo no puedo darla a los que mueren. Sufro muchísimo; mi alma está abrumada por este santo anhelo, por esta noble ambición que me atormenta y desespera.
Tened piedad de mí: vivo abrasado por ese sentimiento de caridad hacia los mortales: quiero llevar la felicidad a tantos hogares afligidos por la muerte, y tú, Señor, ni no me lo concedes.
Dios mío; siquiera para que los incrédulos que tanto te ofenden, se rindan a tu majestad, concededme ese don milagroso: yo lo repartiré entre los que mueren, y recibirán la vida invocando el nombre augusto del Creador.
Tú eres bueno, tú eres justo, tú eres misericordioso; si no me otorgas la gracia que te pido, será porque tu omnipotencia divina —perdonadme, Señor—, tiene un límite horrible para tu misma divinidad; el egoísmo de un Dios que niega a sus criaturas las facultades de que necesitan para la práctica del bien.
Aquí me tienes, Señor, postrado ante el trono resplandeciente de tu inmenso poderío: espero...

 
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