Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
¡Huyamos!
Angel Pestaña
 
 
¡Huyamos!
¿Qué suceso grave, extraño, importante había ocurrido en casa de don Patricio, el acaudalado y rico propietario del pueblo? Nadie lo sabía. Todos lo ignoraban. Sin embargo, la curiosidad malsana de la vecindad se había puesto en movimiento para averiguarlo.
La severa actitud de los criados de la casa, principalmente de los más antiguos y de más confianza, intrigaba doblemente a los cazadores de noticias.
El doble sentido, el retintín y la incoherencia de los más locuaces y habladores daban lugar a comentarios más o menos apasionados, no siempre justos y veraces.
El deseo de penetrar aquel misterio, de abrir boquete en la muralla de silencio que rodeaba el acontecimiento, hicieron que cada cual echase a volar su fantasía y aceptase como verdad indiscutible los absurdos más desprovistos de razón.
Que el suceso era grave todos lo suponían. Pero no podían ir más allá de la mera suposición. Y esto les intrigaba.
La gravedad silenciosa de la servidumbre de la casa, obedeciendo, sin duda, a razones de orden superior, hacia más confusa la situación.
La ansiedad se reflejaba en los semblantes. El afán de noticias hacía que, cada vez que un criado salía a la calle a cualquier cosa, se le acosase materialmente. Rodeábanle al instante los curiosos mareándole a preguntas que, las más de las veces, quedaban incontestadas.
Y cuando el criado traspasaba de nuevo el portalón de la casa señorial, cada uno de los que le habían interrogado se creía ya en posesión de la verdad.
Sin embargo, ésta no había traslucido a la calle, y no sólo a la calle, sino ni a la misma servidumbre.
Solamente Petra, la vieja ama de llaves, la persona de más confianza de don Patricio, ya que ella era el alma del gobierno interior de la casa desde que el amo enviudara, sabía lo que había ocurrido. Pero su discreción, probada en muchas otras ocasiones, no se desmintió por esta vez.
El rumor de los que se suponían enterados sabía que, como todos los días, al despuntar el alba, comenzó en casa de don Patricio el movimiento habitual para las faenas de labranza.
Los mozos, a la hora acostumbrada, dieron el pienso de la mañana a las caballerías y luego las engancharon y marcharon al campo.
Los criados que se quedaban en casa comenzaron sus trabajos sin notar nada anormal ni extraordinario. Sólo a media mañana, al punto de sonar las diez, cambió bruscamente la situación.
Como de costumbre, don Patricio se habla levantado a las siete y salido al campo a vigilar la labor de sus peones. Regresó cerca de las nueve. Almorzó. Después de almorzar, dio un repaso a «El Eco de la Provincia», diario al que se hallaba suscrito.
Terminada la lectura del periódico, y cuando se levantaba para dirigirse al despacho, uno de los mozos que trabajaban fuera entró y le entregó una carta.
La lectura de la misiva produjo en don Patricio efectos fulminantes. Rápido como una exhalación dirigióse al cuarto de Rosalía, su hija, y con voz velada por la cólera, llamó repetidas veces.
A poco presentáronse Rosalía y Petra, alarmadas por el tono de voz con que don Patricio llamara a su hija.
¿Qué pasó después? Media hora larga duró la entrevista. Los más enterados, afirmaban que don Patricio habló largamente a su hija. Que rogó, suplicó y solicitó sin conseguir nada. Que, por último, amenazó ; siempre con resultados negativos, ya que Rosalía no hacía sino llorar, sin contestar a su padre. Pero nada más. Nadie sabia nada más.
Terminada la entrevista, don Patricio salió del cuarto de su hija y se encerró en su despacho, del que no había vuelto a salir.
En cuanto a Rosalía, permanecía arrebujada en un sillón y llorando copiosamente.
Esto era cuanto sabían los más enterados, los más perspicaces. Los otros ni esto ni nada.
 
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