Narraciones breves
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Dominio público
 
La bajada de la cuesta
Joaquín Belda
 
 
La bajada de la cuesta
Polito no había salido de Madrid aquel verano.
Era la primera vez que ello le ocurría en estos últimos diez años: y no era ciertamente por falta de dinero.
No es que le sobrase mucho, sino que para él esto del veraneo no había sido nunca un problema económico. Un año se fue a San Sebastián en la última semana de Julio con quince duros, y volvió cerca ya del mes de Octubre con quinientas pesetas. Milagros del treinta y cuarenta. En otra ocasión se había pasado el verano entero en Biarritz, sin más ropa que la puesta y unos trece reales escasos. Volvióse a España sin pagar la fonda y atravesando a pie el puente de Behovia como cualquier contrabandista fugitivo.
Ya se comprenderá que a hombre de tan fértiles recursos no había de retenerle en Madrid durante la canícula un apuro económico, por grave que fuera. No. Había otras razones para su permanencia en la corte los meses en que Febo, sintiéndose madrileño castizo, se aposenta en la capital de España como para no moverse nunca.
Polito Suárez, hijo único del matrimonio Suárez, se había quedado en Madrid, renunciando a acompañar a sus padres en el anual viaje de veraneo al Cantábrico, porque para el día 20 del próximo Septiembre estaba señalado el primer ejercicio de las oposiciones a la carrera diplomática, y Polito aspiraba a obtener en ellas el número uno, por lo menos.
En aquellos tres meses pensaba darse un buen atracón de estudiar, porque la verdad era que, hasta ahora, estaba completamente pez en casi todo el cuestionario, y confundía la paz de Utrecht con la del Zanjón de una manera decidida.
El sabía muy bien que si veraneaba no estudiaba; a pesar de todos los buenos propósitos y de la soledad de los valles vascongados, las semanas se pasarían sin que Polito agarrase un libro. ¡Estaban tan cerca San Sebastián y Lasarte de la residencia de sus papás...!
En cambio en Madrid, durante el verano, se estudiaba hasta sin querer: todo cerrado y todo el mundo fuera, no quedaban más que dos cosas que hacer: empollar o morirse. Y no cabía duda que era menos desagradable lo primero.
Porque Polito Suárez estaba decidido: él quería ser embajador, y lo sería; aquello y el campeonato de tennis en Madrid eran acaso las dos únicas cosas que había tomado en serio en su vida.
Claro que él, con la ligereza de los pocos años —veintinueve y pico —, no pensaba que, para ser embajador, hacían falta muchas cosas: primera, hacer las oposiciones, después ganarlas, y luego que fueran pasando años, muchos años, que Polito fuera ascendiendo, y, finalmente..., que para entonces no se hubieran suprimido ya las embajadas, como seguramente se suprimirían las sortijas de precio y los caballos de carreras: por demasiado útiles.
Pero el chico de Suárez hacía muy bien en aspirar a tanto: siguiendo la máxima de los tiradores de pistola, apuntaba muy alto para quedarse en el blanco, que estaba mucho más abajo. Soñando con ser embajador llegaría probablemente a secretario de segunda.
Desde el primer día organizó su vida en plan de batalla; al quedar solo en la casa, quedó convenido que la portera subiría por las tardes a arreglar la cama, prepararle el baño y hacerle el desayuno; en Madrid, y en verano, resultaba poco elegante desayunarse antes de las cinco... de la tarde.
A esa hora, vestido en pijama, se pondría a estudiar como un negro, hasta las diez o las once de la noche en que, después de un refrigerio levísimo, saldría a la calle a dar una vuelta, a oxigenarse un poco. ¡Bien se habría ganado el paseo después de una labor intensa de tantas horas!
Echaba la cuenta a sí por encima: cuatro horas de trabajo durante dos meses y medio hacían un total de trescientas horas, minuto más o menos. Y en trescientas horas bien aprovechadas se podía uno aprender de memoria todos los tomos del Diccionario Enciclopédico.
Empezó a desarrollar el programa con una exactitud de cronómetro: en los días primeros sólo introdujo en él levísimas variaciones...
 
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