Dominio
público |
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La hija de Natalia
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Armando Palacio
Valdés
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ADVERTENCIA
DEL EDITOR
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Entre los papeles
que a su muerte me ha confiado Angel Jiménez se
encontraban estos cuatro cuadernos. Escritos casi
todos con lápiz, en malos caracteres y con numerosas
abreviaturas no me infundieron el deseo de ponerlos
en claro y darlos a la estampa. Así dejé pasar algunos
años. Mas llegado ya a una edad en que me es más
que difícil escribir libros originales y animado
por la benevolencia con que el público ha recibido
los anteriores papeles de mi amigo me resolví a
descifrar éstos y entregarlos a la publicidad. El
lector verá en ellos el relato circunstanciado de
la vida que llevó mi amigo durante el año que precedió
a su fallecimiento; pero contra lo que debía esperarse
tampoco aquí abre demasiado su alma el doctor Jiménez
Era, sin duda, un hombre poco dado al análisis de
lo que pasaba dentro de su espíritu; más
inclinado a percibir y saborear lo que veían sus
ojos y tocaban sus manos. Su naturaleza, empleando
la fraseología filosófica, era más objetiva que
subjetiva. Espero que el lector no perderá mucho
en ello. Si no encuentra en estas páginas los finos
análisis, las exquisitas lucubraciones y la sutil
psicología de otros diarios en cambio podrá leer
algunos curiosos incidentes que tal vez exciten
su interés. |
A.P.V.
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CUADERNO
PRIMERO
MAYO Y JUNIO
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I
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Acabo de cumplir
cincuenta años. Heme aquí llegado al umbral de la
vejez. En el abismo del tiempo quedan ya sepultadas
las horas de mi juventud, y mis ojos turbados se
vuelven hacia ellas buscando entre la niebla las
imágenes que me han acompañado en mis primeros pasos.
Un deseo irresistible me impulsa a estampar mis
pensamientos, a confesarme con el papel antes que
se desaten los lazos que me unen a la vida. Más
grato me sería comunicarlos con un viejo amigo fumando
un cigarro delante de una botella de viejo amontillado.
Pero ¡ay! los amigos que escuchan son escasos. Unos
se obstinan en luchar contra el mundo y el destino
queriendo arrebatarles todavía algunos jirones de
placer; otros se sientan melancólicamente a la orilla
y dejan caer lágrimas sobre el río de la vida.
Pero yo no quiero ni luchar ni suspirar. Aspiro
a leer dentro de mi alma y a sacar de ella alguna
fuerza para vivir noblemente mis últimos días y
atravesar sin miedo la laguna Estigia.
¿Qué valor ha tenido mi vida? ¿Qué valor tiene la
de los demás hombres? ¿Merece los esfuerzos que
hacemos por conservarla? Sin duda hay en ella momentos
de placer. Es grato respirar el aire embalsamado
de los campos, nadar en el río un día caluroso del
verano, comer cerezas arrancándolas del árbol: son
deliciosas las frescas mañanas de primavera cuando
los rosales florecen, cuando las azucenas abren
su cáliz oloroso: son dulces las tardes de otoño
cuando las hojas comienzan a desprenderse suavemente
de los árboles y las uvas se tiñen de rojo en los
viñedos: son embriagadores los besos de la mujer
amada: es grata la plática con un viejo amigo: la
música, la pintura y la escultura inflaman nuestro
corazón: la ciencia dilata nuestro espíritu: el
vino de Champagne, los aromáticos cigarros de La
Habana nos infunden una alegría voluptuosa...
Estos placeres son florecitas de oro bordadas sobre
el manto oscuro de la existencia. Nadie abandonaría
el sagrado reposo de la nada a cambio de tanta pena,
tanto esfuerzo, tanto hastío como nos reserva la
vida.
Sólo brilla en este cielo de plomo una estrella
de tan maravilloso fulgor que lograría arrancarnos
de las dulzuras del no ser. Es la estrella del amor.
Volved la vista atrás todos los que como yo se acercan
a la noche eterna. ¿Hay en el curso de nuestra existencia
otra cosa digna de vivirse que el afecto de algunos
nobles seres con quienes Dios nos ha unido? Por
veros otra vez y estrecharos entre mis brazos, pedazos
de mi corazón, dejaría mil veces la paz del sepulcro
y me expondría de nuevo a las tormentas del proceloso
mar donde aún navego. |
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II
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Mi casa, que aquí
llaman pomposamente hotel, es chiquita y está rodeada
por un jardín chiquito también donde crecen dos
grandes árboles. Por la mañana me despiertan los
trinos de los pájaros, que cantan gozosamente entre
su frondoso ramaje. Estos pajaritos del cielo cantan
todos al mismo tiempo y no se estorban los unos
a los otros. ¡Qué ejemplo para los poetas!
Mi servidumbre se compone de la vieja Pepita, mi
ama de llaves, que ha sido criada de mis padres
y me ha visto nacer, una cocinera que apenas veo
nunca llamada Isabel y un criado que apenas dejo
nunca de ver y que responde por Gervasio. Pepita
tiene muchos años, sin duda más de los que ella
confiesa, y menos quizá de los que yo me figuro.
Su carácter es tan susceptible que si un gorrión
la mira de lejos con severidad es capaz de llorar.
Cualquiera puede pensar si habré de tener cuidado
para hacerle una observación. Pasa la vida pronunciando
sermones: su auditorio se compone exclusivamente
de dos personas, la cocinera y el criado: alguna
vez se los encaja también al panadero y al repartidor
de la leche. Tiene una elocuencia sencilla, natural,
que llega al corazón. Ella misma se conmueve tanto
con sus palabras que se le anuda la voz en la garganta
y se le nublan de lágrimas los ojos. En un célebre
discurso que dirigió a la cocinera porque no sacudía
bien las cacerolas antes de colocarlas en su sitio
la vi enrojecer poco a poco y terminar derramando
abundantes lágrimas. En otra ocasión porque Gervasio
se había escapado de noche de casa para ver a la
novia, Pepita estuvo tan patética que aquél profirió
una blasfemia y ella se desmayó.
La cocinera es una buena muchacha que emplea sus
ocios en reprender a Gervasio, y éste un buen chico
que «sabe muchas cosas de la cocinera y no las dice
por prudencia».
A más de estos servidores tengo otro, el mejor de
todos que es mi perro Tuli. Es decir, su nombre
verdadero es Tulipán pero en el barrio todo el mundo
lo abrevia. Tulipán es un celoso guardián de la
casa; ladra a todo el que se acerca a la puerta
del jardín sin distinción de sexos ni de edades,
y por la noche no conoce a su mejor amigo. Cuando
le hacemos callar a la fuerza nos mira estupefacto
y murmura algunas frases incoherentes pues no acierta
a comprender con qué objeto le impedimos el ejercicio
de su ministerio. El perro es el único ser sobre
la tierra que tiene conciencia de sus deberes y
los cumple sin distingos ni vacilaciones.
Estos cuatro seres viven felices o por lo menos
tranquilos en mi modesta casita rodeada de jardín.
Yo no tengo derecho a turbar su tranquilidad ni
menos aún a hacerles desgraciados. Pues bien, ayer
ha sido un día aciago para ellos y lo ha sido por
culpa mía. Me levanté de la cama de malísimo humor
y así que me levanté toqué el timbre, hice venir
a Pepita, y cuando la tuve en mi presencia le manifesté
con suaves pero firmes palabras que debiera tener
más cuidado con los botones de mis camisas pues
había observado al mudarme que faltaba uno y otro
se hallaba medio desprendido... |
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