Dominio
público |
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La Venus mecánica
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José Díaz
Fernández
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—Déjeme. Déjeme.
No podemos hablar.
—¿Nunca?
—Pues claro.
—Me tiraré delante del "taxi", a que me mate.
Se echó a reír, y después de cerrada la portezuela
aún sintió Víctor su carcajada chafarse en los cristales.
Pero el chofer fué más insolente:
—Se ríe de usted—le dijo, a tiempo que arrancaba.
—¡ Imbécil!
Midió bastante bien la voz, porque el mecanico no
debió oír el insulto. En cambio, la dignidad de
Víctor se irguió satisfecha y petulante, mientras
un guardia, con gesto de prestímano, le escamoteaba
aquel automóvil en piena calle de Alcalá.
Se encontró de nuevo a solas con su cólera de muchacho
tímido y soberbio; su cólera pueril, donde poco
a poco se iba sumiendo, como en un pantano, la risa
de antes. "Debí haberla seguido." "Debí tomar otro
"taxi", a ver dónde vive." "Soy un idiota." Quico
componer su rostro con fracciones de recuerdo, con
rasgos cazados apresuradamente en la brevísima escena.
"Tiene la nariz así." "No, no es así." "Y la boca..."
"Los ojos, negros; desde luego, negros." "Pero la
nariz..." Se paró frente a un escaparate, sin mirarlo,
distraído con aquel rompecabezas interior. Nada,
no recordaba bien. Sin embargo, aquella cara tenía
para él un aire conocido. "Parece que la he visto
en algún sitio." "A lo mejor es la mujer de algún
amigo." Porque en estas efímeras aventuras de la
calle, lo que le daba más terror era pensar que
la mujer acosada fuese la que días antes le había
sido presentada precipitadamente por alguna persona
de su intimidad. ¿Qué géñero de memoria era la suya,
que en su fondo turbio sentía estremecerse, en desconcertante
confusión, partículas de recuerdos y larvas de presentimientos,
residuos de pasado y átomos de futuro? A veces no
sabría decir si una videncia cualquiera, un temor
o un gozo, habían sido ya suyos o es que iban a
su encuentro por primera vez. Debe haber un túnel
secreto en nuestra conciencia por donde se comuniquen
la memoria y el corazón. Por eso su madre, cuando
le enseñaba inglés, le decía: "Saber de memoría
se dice "To know by heart". O sea "saber de corazón."
Acaso esa mezcla de memoria y corazón le había despistado
con la imponderable transeúnte. Porque habían sido
cinco minutos nada más los transcurridos en la persecución.
La vió bajar del "taxi" para entrar en una perfumería,
y entonces se miraron, Víctor fué de nuevo, un instante,
ese hombre de guardia a las puertas de una tienda,
ese mendigo de palabras y sonrisas fugaces, ese
misógino devorador de citas falsas y respuestas
equívocas que desgasta su alma en todos los quicios
y todas las esquinas. Por eso, para desquitarse,
cuando la desconocida salió con sus paquetes, la
afrontó decidido, hasta incurrir en la burla del
chofer.
Pero, en fin, aquella mujer ya no existía. Se había
diluido como una gota azul en el torrente urbano
de las ocho de la noche. Cruzó la calle de Peligros
y salió a la Gran Vía, casi contento de encontrarse
otra vez con su libre albedrío, lejos de la complicación
amorosa que desbarataba sus horas y le tenía semanas
enteras alejado del trabajo. Desde la ventana de
un café le llamaron a gritos:
—¡Víctor! ¡Víctor!
Era Augusto Sureda, el psiquiatra de moda, al que
llamaban en el Ateneo el "médico de las locas".
Por su consulta desfilaban, efectiva/- mente, aristócratas
y burguesas de nervios descompuestos, muchachas,
de sexualidad pervertida, matronas menopáusioas;
en una palabra: las "histéricas de primera clase".
Muchas no mostraban otro síntoma de histerismo que
el de acercarse al mundano doctor, famoso en plena
juventud, que siendo el favorito de las gentes distinguidas,
sufría arrebatos políticos y vehemencias democráticas.
Las viejas condesas se'escandalizaban de que sus
hijas confiasen los pensamientos más vergonzosos,
las inquietudes o los deseos que en otra época sólo
se descubrían ante la rejilla del confesonario,
a un hombre joven e impío que aseguraba muy serio
que un vómito provenía de cierta frase obscena escuchada
por la paciente en un almuerzo elegante celebrado
años atrás. El doctor Sureda, además, no tenía inconveniente
en sentarse en las tertulias de los cafés entre
estudiantes, artistas y profesionales anónimos,
gentes deslenguadas que hacían chistes a eosta de
los reyes desterrados y nombraban a Rusia con emoción.
Víctor entró en el café y se sentó con el médico,
que acababa de arrojar sobre una silla un periódico
recién comprado.
—¿Qué hay, doctor?
—Estoy indignado. Acabo de leer la reorgan nización
del Gobierno. Otros dos cretinos en los Ministerios
nuevos. Pero ¿a dónde vamos a parar?
—A mí ya no me asombra nada. Es un Gobierno de compadres
que resu'me la idiotez nacional. Créalo usted, Sureda:
pertenecemos a un país viejo, agotado e inculto
que duerme a la sombra de sus tópicos. Aparte de
unps cuantos que compran libros, que hacen viajes
de vez en cuando, a los demás no les importa nada
eso que llaman vida pública.
—No, no. No estoy de acuerdo, Víctor. Usted es extremoso
en el entusiasmo y en el pesimismo. Muy español,
demasiado español. Algo le ha contrariado a usted
hoy.
—Quizá.
—Claro. Ese juicio es otro lugar común en labios
de un muchacho inteligente. Yo confío en el pueblo.
Hay que guiarlo. Hay que enardecerlo... ¿Qué toma
usted?
—No sé... Una copa de jerez.
Mientras el camarero iba por ella, Víctor continuó:
—Por supuesto, que lo que pasa por ahí fuera es
idéntico. Una Sociedad de Naciones que celebra Conferencias
del Desarme para armarse; histriones que se hacen
reyes y dictadores; rastacueros republicanos que
se des'mayan de gozo en las antesalas palaciegas.
¡Un asco!
Víctor se bebió de un trago el aperitivo, mientras
la fina sonrisa del médico neutralizaba aquella
extemporánea irritación... |
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