Dominio
público |
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Niebla
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Miguel de Unamuno
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PROLOGO
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Se empeña don Miguel
de Unamuno en que ponga yo un prólogo a este su
libro en que se relata la tan lamentable historia
de mi buen amigo Augusto Pérez y su misteriosa muerte,
y yo no puedo menos sino escribirlo, porque los
deseos del señor Unamuno son para mí mandatos, en
la más genuina, acepción de este vocablo. Sin haber
yo llegado al extremo de escepticismo hamletiano
de mi pobre amigo Pérez, que llegó hasta a dudar
de su propia existencia, estoy por lo menos firmemente
persuadido de que carezco de eso que los psicólogos
llaman libre albedrío, aunque para mi consuelo creo
también que tampoco goza don Miguel de él.
Parecerá acaso extraño a alguno de nuestros lectores
que sea yo, un perfecto desconocido en la república
de las letras españolas, quien prologue un libro
de don Miguel que es ya ventajosamente conocido
en ella, cuando la costumbre es que sean los escritores
más conocidos los que hagan en los prólogos la presentación
de aquellos otros que lo sean menos. Pero es que
nos hemos puesto de acuerdo don Miguel y yo para
alterar esta perniciosa costumbre, invirtiendo los
términos, y que sea el desconocido el que al conocido
presente. Porque en rigor los libros más se compran
por el cuerpo del texto que no por el prólogo, y
es natural por lo tanto que cuando un joven principiante
como yo desee darse a conocer, en vez de pedir a
un veterano de las letras que le escriba un prólogo
de presentación, debe rogarle que le permita ponérselo
a una de sus obras. Y esto es a la vez resolver
uno de los problemas de ese eterno pleito de los
jóvenes y los viejos.
Unenme, además, no pocos lazos con don Miguel de
Unamuno. Aparte de que este señor saca a relucir
en este libro, sea novela o nivola (véase
pág. 143) — y conste que esto de la nivola es invención
mía— , no pocos dichos y conversaciones que con
el malogrado Augusto Pérez tuve, y que narra también
en ella la historia del nacimiento de mi tardío
hijo Victorcito, parece que tengo algún lejano parentesco
con don Miguel, ya que mi apellido es el de uno
de sus antepasados, según doctísimas investigaciones
genealógicas de mi amigo Antolín S. Paparrigópulos,
tan conocido en el mundo de la erudición.
Yo no puedo preveer ni la acojida que esta nivola
obtendrá de parte del público que lee a don Miguel,
ni cómo se la tomarán a éste. Hace algún tiempo
que vengo siguiendo con alguna atención la lucha
que don Miguel ha entablado con la ingenuidad pública,
y estoy verdaderamente asombrado de lo profunda
y cándida que es ésta. Con ocasión de sus artículos
en el Mundo Gráfico y en alguna otra publicación
análoga, ha recibido don Miguel algunas cartas y
recortes de periódicos de provincias que ponen de
manifiesto los tesoros de candidez ingenua y de
simplicidad palomina que todavía se conservan en
nuestro pueblo. Una vez comentan aquella su frase
de que el Sr. Cervantes (don Miguel) no carecía
de algún ingenio, y parece se escandalizan de la
irreverencia; otra se enternecen por esas sus melancólicas
reflexiones sobre la caída de las hojás; ya se entusiasman
por su grito ¡guerra a la guerra! que le arrancó
el dolor de ver que los hombres se mueren aunque
no los maten; ya reproducen aquel puñado de verdades
no paradójicas que publicó después de haberlas recojido
por todos los cafés, círculos y cotarrillos, donde
andaban podridas de puro manoseadas y hediendo a
ramplonería ambiente, por lo que las reconocieron
como suyas los que las reprodujeron, y hasta ha
habido palomilla sin hiel que se ha indignado de
que este logómaco de don Miguel escriba algunas
veces Kultura con K mayúscula y después de atribuirse
habilidad para inventar amenidades reconozca ser
incapaz de producir colmos y juegos de palabras,
pues sabido es que para este público ingenuo el
ingenio y la amenidad se reducen a eso: a los colmos
y los juegos de palabras.
Y menos mal que ese ingenuo público no parece haberse
dado cuenta de alguna otra de las diabluras de don
Miguel, a quien a menudo le pasa lo de pasarse de
listo, como es aquello de escribir un artículo y
luego subrayar al azar unas palabras cualesquiera
de él, invirtiendo las cuartillas para no poder
fijarse en cuáles lo hacía. Cuando me lo contó le
pregunté por qué había hecho eso y me dijo: “ ¡Qué
sé yo... por buen humor! ¡Por hacer una pirueta!
Y además porque me encocoran y ponen de mal humor
los subrayados y las palabras en bastardilla. Eso
es insultar al lector, es llamarle torpe, es decirle:
¡fíjate, hombre, fíjate, que aquí hay intención!
Y por eso le recomendaba yo a un señor que escribiese
sus artículos todo en bartardilla para que el público
se diese cuenta de que eran intencionadísimos desde
la primera palabra a la última. Eso no es más que
la pantomima de los escritos; querer sustituir en
ellos con el gesto lo que no se expresa con el acento
y entonación. Y fíjate, amigo Víctor, en los periódicos
de la extrema derecha, de eso que llamamos integrismo,
y verás cómo abusan de la bastardilla, de la versalita,
de las mayúsculas, de las admiraciones y de todos
los recursos tipográficos. ¡Pantomima, pantomima,
pantomima! Tal es la simplicidad de sus medios de
expresión, o más bien tal es la conciencia que tienen
de la ingenua simplicidad de sus lectores. Y hay
que acabar con esta ingenuidad.”
Otras veces le he oído sostener a don Miguel que
eso que se llama por ahí humorismo, el legítimo,
ni ha prendido en España apenas, ni es fácil que
en ella prenda en mucho tiempo. Los que aquí se
llaman humoristas, dice, son satíricos unas veces
y otras irónicos, cuando no puramente festivos.
Llamar humorista a Taboada, verbigracia, es abusar
del término. Y no hay nada menos humorístico que
la sátira áspera, pero clara y trasparente, de Quevedo,
en la que se ve el sermón en seguida. Como humorista
no hemos tenido más que Cervantes, y si éste levantara
cabeza, ¡cómo había de reirse — me decía don Miguel—,
de los que se indignaron de que yo le reconociese
algún ingenio, y, sobre todo, cómo se reiría de
los ingenuos que han tomado en serio alguna de sus
más sutiles tomaduras de pelo! Porque es indudable
que entraba en la burla... |
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