Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
Noche de ánimas
Mauricio López Roberts
 
 
Noche de ánimas
Dejando a Eufrasia quitar la mesa, doña Agueda se fue al salón. El amplio cuarto parecía dormir al amparo del silencio de la casa. Inútilmente el quinqué intentaba disipar la obscuridad con la esfera luminosa de su bomba, donde la llama lucía apacible al través del cristal esmerilado. Sólo derrotaba a las sombras más próximas, esclarecía los objetos cercanos, la mesa, los periódicos, los libros, el cesto de la labor que sobre el tapete descansaban. Los brazos de una butaca se alargaban desde la penumbra cual si quisiesen atrapar algo y en lo negro, el respaldo del mueble parecía alejarse, hundirse en las tinieblas profundas donde reposaban las otras butacas, las sillas, el sofá, los entredoses, apariencias vagas y misteriosas, incrustadas en la maciza obscuridad.
Doña Agueda cruzó la región sombría con el sereno paso de quien conoce el terreno por donde anda. Su alto cuerpo, apenas curvado por la edad, sostenía enhiesta la cabeza pequeña, redonda, donde el pelo se anudaba, espeso y canoso, en un sencillo rodete que pesaba sobre la nuca, dejando libre de flequillos y bucles la pensativa frente. Los ojos de la señora guardaban luces de las primaveras pasadas y sus pupilas azules relucían a veces con fuego juvenil. La nariz escueta, de seca arista, algo acaballada, se afilaba sobre los pálidos labios finos que sonreían poco, apretados casi siempre, sin dejar lucir la dentadura aun blanca y sin mellas. Un traje negro vestía a la señora y sobre él albeaban las manos, unas manos de reina, alabastrinas, de dedos largos, finos y pulidos en los que lucían vagamente las esmeraldas y diamantes de unas antiguas sortijas.
Doña Agueda recorrió sin tropiezo la zona de tinieblas y llegó junto a la butaca. Una vez allí, antes de sentarse, miró por el cuarto, exploró los lejanos rincones donde la obscuridad se espesaba, los pliegues rígidos de las cortinas tras los cuales podían esconderse ladrones, las propicias penumbras de las mesas, de los sofás, bajo los que parecían ocultarse contornos vagos, y después de contemplarlo todo, doña Agueda se sentó junto a la mesa tranquilamente, pues la dama no era miedosa y desconocía el pánico y la cobardía.
Pensando en el susto con que otra mujer cualquiera se hubiese visto en aquella cámara triste y misteriosa, doña Agueda recordó sucesos lejanos, que allí sucedieron, revivió su vida en una de esas veloces visiones del pensamiento que condensan años y años en un segundo de tiempo.
Se vio, niña, pasar corriendo por aquel cuarto. El espectro de su infancia feliz y mimada de hija única, voló alegre por la mente de doña Agueda. Detrás de aquel fantasma llegó otro y la señora se contempló, ya muchacha, paseando arriba y abajo por el salón, en las melancólicas tardes de lluvia. Un libro estaba siempre en sus manos y Agueda leía, leía sin parar, sin reposo, novelas, historia, poesía, librotes filosóficos, todo impreso que cayera en sus manos, hasta los prospectos donde se envolvían las medicinas que tomaba su padre, ya muy enfermo, anuncios que, con sus rótulos retumbantes y sus palabras de aspecto exótico, evocaban en el cerebro de la joven visiones de países fantásticos, donde, en medio de selvas portentosas, árboles singulares crecían para convertirse después en píldoras o en jaropes, y venir a curar males misteriosos y terribles, como aquel que iba matando a don Augusto Lidon, padre de la soñadora.
Un día,—doña Agueda recordaba hasta los menores detalles de aquella fecha—,-estaba leyendo la muchacha cuando oyó ruido fuera, pasos numerosos que pisaban pesadamente los peldaños de granito de la amplia escalera. Al mismo tiempo un susurro de voces que hablaban quedo, llegó a la estancia, arrancó á la lectora de su éxtasis. Con rápido ademán Agueda dejó el libro en una consola, (allí estaba aún el mueble, su mármol lucía blancamente en la penumbra), y salió al pasillo.
Estaba obscuro, nada podía distinguirse en él. La joven sólo vio pasar al otro extremo un grupo de sombras que caminaban despacio, moviéndose con el andar torpe de quien portea algo pesado. Llena de curiosidad, de una inquietud imprecisa, potente, dominadora, Agueda corrió por el pasillo adelante y llegó á tiempo de ver como ocho hombres entraban en el dormitorio de su padre al propio don Augusto Lidon, muerto en la calle. Después de aquel momento horrible, llegaron días tristísimos, inacabables, llenos de dolor, ocupados enteramente por la memoria del muerto, por la rememoración de sus virtudes, de sus cualidades, de sus gestos, de sus palabras más nimias que adquirían ahora valor inmenso, infinito, una vez cerrada por siempre la boca que antes las pronunciaba.
La muerte rozó así por vez primera el alma de doña Agueda. Cuando transcurridas semanas y semanas, la joven volvió á reanudar su lectura, creyó que entre el último renglón leído y el siguiente se condensaba un mundo entero, se abría el insondable foso que divide los universos que son y los que han sido. Tan cambiada y distinta le pareció la vida.
Desde aquel funesto día el alma de Agueda se endureció, volvióse rígida, adusta, alejó de sí los dulces sueños de la juventud, la confianza en la vida y en las gentes. El mundo entero parecía culpable de la muerte de don Augusto y la muchacha, desoyendo las amistosas advertencias de sus amigos, se enclaustró en un luto interminable, tan severo y rígido como una regla monástica. Se hizo escéptica, amargado su corazón por aquella terrible pena, y ninguno de los sucesos que ocurrieron después de fallecido don Augusto, pareció impresionar á su hija para quien la existencia era sólo un camino árido y triste.
 
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