Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
Papeles del doctor Angélico
Armando Palacio Valdés
 
 
Papeles del doctor Angélico
PROLOGO DEL EDITOR
 
I
 

Por qué le llamábamos doctor Angélico? Porque era ya doctor en Ciencias cuando nosotros cursábamos aún el año preparatorio de Jurisprudencia y porque se llamaba Angel, Ángel Jiménez. Una bromita de chicos que él no tomaba a mala parte porque era la bondad personificada.
La primera impresión que Jiménez producía era de desvío, casi de miedo. Unas barbas aborrascadas, unos cabellos crespos, un color cetrino, unos ojos negros ligeramente hundidos, de mirar insistente y duro,
no exageraría diciendo agresivo. Pocos hombres serían capaces de resistir aquella mirada. Pero en los años que nosotros contábamos todavía no se tiene miedo a los hombres, y nuestra fuerza de afinidad no ha sufrido menoscabo. Además, Jiménez era doctor, nos llevaba cinco 6 seis años de edad, y en aquel período de la vida tales diferencias constituyen una superioridad a la cual rendíamos tributo, perdonando sus palabras sarcásticas y sus modales bruscos.
El primero que se convenció de que aquel hombre no era un ser atrabiliario fui yo. Pateábamos una mañana emparejados por los corredores de la Universidad esperando la hora de clase, pues Jiménez, que aspiraba a hacerse doctor también en Filosofía y Letras, cursaba aquel año las mismas asignaturas que nosotros. Le narré, por incidencia, cierto rasgo de abnegación llevado a cabo por un individuo de mi familia, y al pasar por delante de una ventana, como la luz le diese de lleno en el rostro^ observé que sus ojos estaban rasados de lágrimas, aunque sin perder su habitual dureza.
Aquella señal de sensibilidad me lo hizo simpático, y me ligué a él con franca amistad. Detrás de m í fueron todos. A los pocos días el doctor Angélico fue estimado como merecía y alcanzó cariñosa popularidad, no sólo entre nosotros, sino entre todos los alumnos de la Facultad de Derecho. Seguro estoy de que no vive alguno de mi época que no le recuerde. Nuestra amistad, sin embargo, no pasaba del compañerismo de los corredores. Cuando nos encontrábamos en la calle, solíamos saludarnos y charlar un rato, y alguna que otra ves me invitó a entrar en un café y beber una botella de cerveza. Pero ni yo sabia nada de su vida, ni él de la mía. El callaba; yo también.
Al terminar la carrera entré en el Ateneo como socio, y allí volví á encontrarle y nuestra amistad se hizo más estrecha. Entonces pude obtener casualmente algunos datos biográficos gracias a un paisano suyo, socio también de aquel Centro.
Jiménez era hijo de un comerciante y banquero que residía en un pueblo importante del norte de España. Cuando terminó la segunda enseñanza, su padre, lisonjeado por las notas y premios que había obtenido, y más aún por los elogios que se hacían de su inteligencia, consintió en enviarle a Madrid para seguir la carrera de Ciencias, mas, una vez concluida, quiso que se restituyese al pueblo y le ayudase en sus negocios. Se iba haciendo viejo, estaba fatigado, y, sobre todo, no valía la pena de que su hijo obtuviere, al cabo de largos estudios, una cátedra dotada con tres o cuatro mil pesetas anuales. Jiménez logró, aunque con trabajo, que le permitiese seguir la carrera de Filosofía. Llegó a graduarse al fin, y entonces su padre le hizo saber perentoriamente que, o venía a trabajar al escritorio, o no contase con él para nada.
Ahora bien, Jiménez odiaba de muerte el escritorio de su padre, no tanto por el olor de las pieles curtidas que allí había, como por la vista de las cifras. Una vez puesto en tal disyuntiva, como era tozudo y orgulloso, rompió por todo y se quedó en Madrid. Se quedó á la clemencia de Dios y de la patrona.
«¡Pasó aquel chico una crujíal!» Así exclamaba su paisano cuando me refería estos datos. En efecto, yo recordaba haberle visto en dos o tres ocasiones mal trajeado y sucio; pero lo achacaba a desidia. Acometióle también por aquella época una fiebre tifoidea que le retuvo en cama cerca de dos meses. Hubiera ido al hospital, seguramente, sin la caridad excepcional de su patrona, que le prodigó los tiernos cuidados de una madre...

 
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