Por qué le llamábamos
doctor Angélico? Porque era ya doctor en Ciencias
cuando nosotros cursábamos aún el año preparatorio
de Jurisprudencia y porque se llamaba Angel, Ángel
Jiménez. Una bromita de chicos que él no tomaba
a mala parte porque era la bondad personificada.
La primera impresión que Jiménez producía era
de desvío, casi de miedo. Unas barbas aborrascadas,
unos cabellos crespos, un color cetrino, unos
ojos negros ligeramente hundidos, de mirar insistente
y duro, no
exageraría diciendo agresivo. Pocos hombres serían
capaces de resistir aquella mirada. Pero en los
años que nosotros contábamos todavía no
se tiene miedo a los hombres, y nuestra fuerza
de afinidad no ha sufrido menoscabo. Además, Jiménez
era doctor, nos llevaba cinco 6 seis años
de edad, y en aquel período de la vida tales diferencias
constituyen una superioridad a la cual rendíamos
tributo, perdonando sus palabras sarcásticas y
sus modales bruscos.
El primero que se convenció de que aquel hombre
no era un ser atrabiliario fui yo. Pateábamos
una mañana emparejados por los corredores de la
Universidad esperando la hora de clase, pues Jiménez,
que aspiraba a hacerse doctor también en Filosofía
y Letras, cursaba aquel año las mismas asignaturas
que nosotros. Le narré, por incidencia, cierto
rasgo de abnegación llevado a cabo por un individuo
de mi familia, y al pasar por delante de una ventana,
como la luz le diese de lleno en el rostro^ observé
que sus ojos estaban rasados de lágrimas, aunque
sin perder su habitual dureza.
Aquella señal de sensibilidad me lo hizo simpático,
y me ligué a él con franca amistad. Detrás de
m í fueron todos. A los pocos días el doctor
Angélico fue estimado como merecía y alcanzó cariñosa
popularidad, no sólo entre nosotros, sino entre
todos los alumnos de la Facultad de Derecho. Seguro
estoy de que no vive alguno de mi época que no
le recuerde. Nuestra amistad, sin embargo, no
pasaba del compañerismo de los corredores. Cuando
nos encontrábamos en la calle, solíamos saludarnos
y charlar un rato, y alguna que otra ves me invitó
a entrar en un café y beber una botella de cerveza.
Pero ni yo sabia nada de su vida, ni él de la
mía. El callaba; yo también.
Al terminar la carrera entré en el Ateneo como
socio, y allí volví á encontrarle y nuestra amistad
se hizo más estrecha. Entonces pude obtener casualmente
algunos datos biográficos gracias a un
paisano suyo, socio también de aquel Centro.
Jiménez era hijo de un comerciante y banquero
que residía en un pueblo importante del norte
de España. Cuando terminó la segunda enseñanza,
su padre, lisonjeado por las notas y premios que
había obtenido, y más aún por los elogios que
se hacían de su inteligencia, consintió en enviarle
a Madrid para seguir la carrera de Ciencias, mas,
una vez concluida, quiso que se restituyese al
pueblo y le ayudase en sus negocios. Se iba haciendo
viejo, estaba fatigado, y, sobre todo, no valía
la pena de que su hijo obtuviere, al cabo de largos
estudios, una cátedra dotada con tres o cuatro
mil pesetas anuales. Jiménez logró, aunque con
trabajo, que le permitiese seguir la carrera de
Filosofía. Llegó a graduarse al fin, y entonces
su padre le hizo saber perentoriamente que, o
venía a trabajar al escritorio, o no contase con
él para nada.
Ahora bien, Jiménez odiaba de muerte el escritorio
de su padre, no tanto por el olor de las pieles
curtidas que allí había, como por la vista de
las cifras. Una vez puesto en tal disyuntiva,
como era tozudo y orgulloso, rompió por todo y
se quedó en Madrid. Se quedó á la clemencia de
Dios y de la patrona.
«¡Pasó aquel chico una crujíal!»
Así exclamaba su paisano cuando me refería
estos datos. En efecto, yo recordaba haberle visto
en dos o tres ocasiones mal trajeado y sucio;
pero lo achacaba a desidia. Acometióle también
por aquella época una fiebre tifoidea que le retuvo
en cama cerca de dos meses. Hubiera ido al hospital,
seguramente, sin la caridad excepcional de su
patrona, que le prodigó los tiernos cuidados de
una madre...
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