Narraciones breves
Narraciones breves

 

Dominio público
 
¡Saldo de almas!
Joaquín Belda
 
 
¡Saldo de almas!
Si queréis conocer el interior de un alma, visitad su dormitorio.
San Juan de la Cruz
 
APERITIVO
 
Por una sola vez, ¡lector amado!, perdona que te hable de m i compleja personalidad. Es cosa que me repugna, pero también repugna el aceite de ricino y, sin embargo, en los días de catástrofe intestinal, no tengo más remedio que apechugar con él.
Yo, lector, no soy un psicólogo; soy más bien un sentimental; esto lo saben todas las personas que tienen el gusto de tratarme y todas aquellas que me han convidado a almorzar con alguna frecuencia. ¿Que cómo no siendo un psicólogo me atrevo a escribir una novela psicológica? ¡Velay!... ¡Arcanos de la vida!
A primera vista parece algo así como el colmo de la desfachatez el estampar al frente de una novela psicológica declaración de que el que la escribe no es un psicólogo; pero, bien mirado, esto no tiene nada de particular. ¿Era un militar Viriato? No, señor. ¿Era un creyente Santo Tomás de Aquino? Sus íntimos aseguran que fue un guasón muy grande. ¿Era un pensador el rey Leopoldo?... ¡Cómo no lo fuese!. . . Y, sin embargo, Viriato fue el creador de la táctica militar, el de Aquino fue el fundador de un nuevo sistema de creencias, y Leopoldo era uno de los hombres que más han dado que pensar.
Así yo: desde la puerta de la Maison Dorée, he visto pasar la vida por la calle de Alcalá en un atardecer de primavera; la vida pasaba en jirones... y estos jirones, unos iban en coche, otros en tranvía, los más a pie, algunos en brazos de sus niñeras. Todos ellos, unidos por mí en una trama real y soñadora, me han dado hecha esta novela que Dios no quiera tomarme en cuenta el día del saldo de mi existencia.
En esa tarde memorable decidí, tras una ración de patatas souflées, hacerme psicólogo durante mes y medio; y como querer es poder, me retiré de la puerta del citado café convertido en un Marcelo Prevost para andar por casa, mientras silboteaba por lo bajo el aria de tenor de El método Córritz.
Porque es inútil resistirse al imperio de las circunstancias; en esta época y en este ambiente, todo escritor que no sea un suicida tiene que ser un analizador de almas. La costumbre de asomarse analítico a los secretos interiores de los personajes que pintamos es algo que se nos impone a los novelistas con toda la fuerza de lo ineluctable. Antes era otra cosa: con presentar al público senado los conflictos monetarios de nuestros héroes o sus ridiculas aventuras conyugales, salíamos del paso los noveleros de profesión; pero ahora... ahora es distinto. Una sed insaciable y malsana se ha apoderado de la mayor parte del público, que exige a todo el que empuña la pluma la narración espiritual y detallada de lo que siente el protagonista de la obra al encender un cigarro de cuarenta y cinco, o de las fibras anímicas que se le conmueven a la heroína del cuento al enterarse de que su esposo se la pega con la planchadora. ¡Extrañas exigencias! Pero ¿qué hacer?
Vayamos, pues, con la corriente y engolfémonos a cuatro manos en el piélago insondable de la psicología; desnudemos el alma humana, para lo cual será muy conveniente que comencemos por hacer al lector dos leales advertencias:
Primera. Este libro es un libro de amargura. Concebido de cara a la vida y de espaldas al convencionalismo social, es triste como un veterinario y desolador como un aguacero; los que busquen la alegría del vivir, que no lo lean; entre sus páginas se pasea en desnudez todo el apabullante horror de un pacto de retro.
Segunda. Que nadie se dé por aludido ni por representado en ninguno de los personajes de esta verídica narración: sería ridiculo y además pretencioso. Por muy malos que mis héroes sean y por muy mal que yo los haya retratado, siempre serán mucho mejores que los que en la realidad de la vida madrileña pudieran haberles servido de modelos. En cuanto a los nombres, diré lo mismo: ese es un nimio detalle; no he encontrado otros más sonoros.
—El señor (o sea el público, dueño y señor de todos) está servido.
 
EL AUTOR
 
PERSONAJES
 
La condesa de Nestosa.
Alicia Gros.
Carmen.
La marquesa de Guirlache.
Fernando.
Ma nolo Lazaga.
Monte-Virgen.
El marqués de Valderrobles.
El conde de Casa-Plasencia.
Carlos Bastarreche.
Julio Gereda.
Harán de comparsas dos o tres docenas de duquesas, marquesas y condesas más o menos legítimas; otros tantos pollos volubles e indiscretos, algún presbítero, tal cual político, maridos de ambos sexos y, en general, toda esa fauna complicada e hirviente que sirve de marco a los cotillones patricios y que juega al polo en el extrarradio y asiste a los tés del Ideal.
La acción, en Madrid.
Epoca actual.
Derecha e izquierda, las del lector o de cualquiera de sus parientes.
 
I
 
La condesa dió un salto en la cama, bostezó tres veces y, abriendo los ojos con cautela, dio un suspiro romántico: había despertado. Después saltó del lecho, y con aquella elegancia que era en ella crónica se calzó ambas medias hasta más arriba de las ingles.
Un minuto después su cuerpo excelso de matrona se dibujaba lánguida ante la luna de un espejo. ¡Bien se había divertido la noche anterior en el baile de la Fregeuales! Unas profundas ojeras y unos manchones verdes que orlaban su cintura eran algo así como la fe de presencia dejada en su cuerpo por la fiesta mundana: las ojeras procedían de haberse acostado a las cuatro de la mañana y haber dormido cinco horas escasas, y los manchones de la cintura eran debido a los múltiples achuchones que por encima del corsé había recibido la noble dama cada vez que un vals aumentaba su galop o una mazurca acentuaba su violencia saltarina.
Con una de sus manos de nácar oprimió el botón eléctrico que alteraba la planicie del muro, a la izquierda de la bañera de porcelana; arqueando un poco las caderas y estirando los brazos con retorcimientos inarmónicos se entregó a un plebeyo desperezo, impropio de su alcurnia y de su estirpe. Sobre las rancias exigencias de sus pergaminos triunfaban los fueros de la carne, y la condesa de Nestosa, fatigada de cuerpo y de alma, se desperezaba al saltar del lecho como cualquier churrera de la calle de Cabestreros.
Nuestra amiga tenía cuarenta años, y no se había desayunado; ¿qué tiene, pues, de particular que se encontrase débil en estas primeras horas de la mañana y que, encontrándose débil, se dejase caer en un silloncito colocado a los pies del lecho? Allí, restregándose con voluptad contra las sedas del mueblecillo, esperó la respuesta a su llamada eléctrica.
No tuvo que esperar mucho tiempo. Un "¿Da permiso la señora?”, modulado con acento servil tras la cortina del gabinete contiguo, arrancó de ella esta respuesta:
—Pasa, Menandra.
Una doncella de toda confianza, con traje negro y delantal y cofía blancos, penetró tímida en la estancia, dejando ver su rostro, que más que de doncella parecía de senador vitalicio. Conocía su deber la tal Menandra; pues sin que su dueña le hiciese la menor indicación se dirigió a la bañera, separó a ambos lados las cortinas que casi la cubrían y, dando libertad a las llaves del termosifón, dejó correr un doble chorro de agua, del cual se desprendió bien pronto un vapor gris y melancólico. Cuando el recipiente estuvo lleno la condesa, despojada otra vez de las medias por las hábiles manos de su sirviente, zambullóse en él como en un refugio amoroso y confortante. Mientras la Menandra le frota los aristocráticos costillares con una esponja y mientras su cuerpo, terso a medias, se recrea con la caricia del agua, bueno será que, penetrando nosotros en su alma, hagamos historia y analicemos lo que de esta historia resulte...
 
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