Dominio
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Sonata de estío.
Memorias del Marqués de Bradomín
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Ramón del
Valle-Inclán
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QUERIA OLVIDAR
unos amores desgraciados, y pensé recorrer el mundo
en romántica peregrinación. ¡Aún suspiro al recordarlo!
Aquella mujer tiene en la historia de mi vida un
recuerdo galante, cruel y glorioso, como lo tienen
en la historia de los pueblos Thais la de Grecia
y Ninon la de Francia, esas dos cortesanas menos
bellas que su destino. ¡Acaso el único destino que
merece ser envidiado! Yo. hubiérale tenido igual,
y quizá más grande, de haber nacido mujer: Entonces
lograría lo que jamás pude lograr. A las mujeres
para ser felices les basta con no tener escrúpulos,
y probablemente no los hubiera tenido esa quimérica
Marquesa de Bradomín. Dios mediante, haría como
las gentiles marquesas de mi tiempo que ahora se
confiesan todos los viernes, después de haber pecado
todos los días. Por cierto que algunas se han arrepentido
todavía bellas y tentadoras, olvidando que basta
un punto de contrición al sentir cercana la vejez.
Por aquellos días de peregrinación sentimental era
yo joven y algo poeta, con ninguna experiencia y
harta novelería en la cabeza. Creía de buena fe
en muchas cosas que ahora pongo en duda, y libre
de escepticismos, dábame buena prisa a gozar de
la existencia. Aunque no lo confesase, y acaso sin
saberlo, era feliz, con esa felicidad indefinida
que da eI poder amar a todas las mujeres. Sin ser
un donjuanista, he vivido una juventud amorosa y
apasionada, pero de amor juvenil y bullente, de
pasión equilibrada y sanguínea. Los decadentismos
de la generación nueva no los he sentido jamás.
Todavía hoy, después de haber pecado tanto, tengo
las mañana triunfantes, y no puedo menos
de sonreír recordando que hubo una época ejana donde
lloré por muerto a mi corazón: Muerto de celos,
de rabia y de amor.
Decidido a correr tierras, al principio dudé sin
saber adónde dirigir mis pasos: Después,
dejándome llevar de un impulso romántico, fui a
México. Yo sentía levantarse en mi alma, como un
canto homérico, la tradición aventurera de todo
mi linaje. Uno de mis antepasados, Gonzalo de Sandoval,
había fundado en aquellas tierras el Reino de la
Nueva Galicia, otro había sido Inquisidor General,
y todavía el Marqués de Bradomín conservaba
allí los restos de un mayorazgo, deshecho entre
legajos de un pleito. Sin meditarlo más, resolví
atravesar los mares. Me atraía la leyenda mexicana
con sus viejas dinastías y sus dioses crueles.
Embarqué en Londres, donde vivia emigrado desde
la traición de Vergara, e hice el viaje a vela en
aquella fragata “La Dalila” que después naufragó
en las costas de Yucatán. Como un aventurero de
otros tiempos, iba a perderme en la vastedad del
viejo Imperio Azteca, Imperio de historia desconocida,
sepultada para siempre con las momias de sus reyes,
entre restos ciclópeos que hablan de civilizaciones,
de cultos, de razas que fueron y sólo tienen par
en ese misterioso cuanto remoto Oriente. |
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AUN CUANDO toda
la navegación tuvimos tiempo de bonanza, como yo
iba herido de mal de amores, apenas salía de mi
camarote ni hablaCon nadie. Cierto que viajaba por
olvidar, pero hallaba tan novelescas mis cuitas,
que no me resolvía a ponerlas en olvido. En todo
me ayudaba aquello de ser inglesa la fragata y componerse
el pasaje de herejes y mercaderes. ¡Ojos perjuros
y barbas de azafrán!
La raza sajona es la más despreciable de la tierra.
Yo contemplando sus pugilatos grotescos y pueriles
sobre la cubierta de la fragata, he sentido un nuevo
matiz de la vergüenza: La vergüenza zoológica.
¡Cuán diferente había sido mi primer viaje a bordo
de un navio genovés, que conducía viajeros de todas
las partes del mundo! Recuerdo que al tercer día
ya tuteaba a un príncipe napolitano, y no hubo entonces
damisela mareada a cuya pálida y despeinada frente
no sirviese mi mano de reclinatorio. Erame divertido
entrar en los corros que se formaban sobre cubierta
a la sombra de grandes toldos de lona, y aquí chapurrear
el italiano con los mercaderes griegos de rojo fez
y fino bigote negro, y allá encender el cigarro
en la pipa de los misioneros armenios.
Había gente de toda laya: Tahúres que parecían
diplomáticos, cantantes con los dedos cubiertos
de sortijas, abates barbilindos que dejaban un rastro
de almizcle, y generales americanos, y toreros españoles,
y judíos rusos, y grandes señores ingleses. Una
farándula exótica y pintoresca que con su algarada
causaba vértigo y mareo. Era por los mares de Oriente,
con rumbo a Jafa. Yo iba como peregrino a Tierra
Santa.
El amanecer de las selvas tropicales, cuando sus
macacos aulladores y sus verdes bandadas de guacamayos
saludan al sol, me ha recordado muchas veces los
tres puentes del navío genovés, con su feria
babélica de tipos, de trajes y de lenguas, pero
más, mucho más me lo recordaron las horas untadas
de opio que constituían la vida a bordo de “La Dalia”.
Por todas partes asomaban rostros pecosos y bermejos,
cabellos azafranados y ojos perjuros. Herejes y
mercaderes en el puente, herejes y mercaderes en
la cámara. ¡Cualquiera tendría para desesperarse
! Yo, sin embargo, lo llevaba con paciencia. Mi
corazón estaba muerto, tan muerto, que no digo la
trompeta del Juicio, ni siquiera unas castañuelas
le resucitarían. Desde que el cuitado diera las
boqueadas, yo parecía otro hombre: Habíame vestido
de luto, y en presencia de las mujeres, a poco lindos
que tuviesen los ojos, adoptaba una actitud lúgubre
de poeta sepulturero y doliente. En la soledad del
camarote edificaba mí espíritu con largas reflexiones,
considerando cuán pocos hombres tienen la suerte
de llorar una infidelidad que hubiera cantado el
divino Petrarca.
Por no ver aquella taifa luterana, apenas asomaba
sobre cubierta. Solamente cuando el sol declinaba
iba a sentarme en la popa, y allí, libre de importunos,
pasábame las horas viendo borrarse la estela de
la fragata. El mar de las Antillas, con su trémulo
seno de esmeralda donde penetraba la vista, me atraía,
me fascinaba, como fascinan los ojos verdes y traicioneros
de las hadas que habitan palacios de cristal en
el fondo de los lagos. Pensaba siempre en mi primer
viaje. Allá, muy lejos, en la lontananza azul donde
se disipan las horas felices, percibia como en esbozo
fantástico las viejas placenterías. El lamento informe
y sinfónico de las olas despertaba en mí un mundo
de recuerdos: Perfiles desvanecidos, ecos de risas,
murmullo de lenguas extranjeras, y los aplausos
y el aleteo de los abanicos mezclándose a las notas
de la tirolesa que en la cámara de los espejos cantaba
Lili. Era una resurrección de sensaciones, una esfumación
deliciosa del pasado, algo etéreo, brillante, cubierto
de polvo de oro, como esas reminiscencias que los
sueños nos dan a veces de la vida... |
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