Dominio
público |
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Un español
prisionero de los alemanes
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Valentín
Torras
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Dedicatoria
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A
mis compañeros de cautividad
de Zossen-Bunsdorf, Chemnitz y
Gross-Poritsch,
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que
sufrieron conmigo, que me confortaron
espiritual y materialmente y que me ayudaron
a recobrar la libertad, así como a
cuantos me socorrieron durante los veintiún
meses de mi calvario, dedica este libro de
angustias y horrores,
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Valentín
Torras
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PROLOGO
Muchas obras se publican con ocasión de la tremenda
lucha que ensangrienta a Europa; abundan los estudios
técnicos, propios de tratadistas militares, y no
escasean los informes y colecciones de documentos
hechos por diplomáticos que, habiendo sido incapaces
de evitar la guerra, tratan de explicar sus orígenes:
pero los libros que ahora se buscan y se leen con
mayor interés, y servirán mañana de inapreciables
datos históricos, son aquellos rápidamente escritos
por hombres que han tomado parte en los combates;
volúmenes de pocas páginas donde lisa y llanamente
se describe lo visto, como el Diario de un soldado
raso, por Gastón Riou, La batalla en el bosque,
por Juan Lery, y Bajo Verdun, de Maurielo Genevoix,
los cuales dan completa idea de lo que son marchas,
trincheras, cañoneos, asaltos, voladuras de fuertes,
incendios de selvas y cuantos horrores engendran
la ceguedad con que una nación pretende imponer
al mundo su hegemonía y el heroísmo con que otros
pueblos defienden su independencia.
Tales relatos, cuando son de origen francés, contienen
acusaciones tan tremendas que la razón se revuelve
airada contra los causantes de los crímenes narrados:
mas al mismo tiempo, como esas páginas están escritas
por los que ven su tierra invadida, sus templos
profanados, sus viviendas saqueadas, sus padres
pasados a cuchillo y sus mujeres violadas, nuestra
conciencia, ávida de imparcialidad, y nuestro corazón
refractario a semejantes maldades, abren paso a
la duda: y no podemos menos de preguntarnos: ¿Serán
verdad estos hechos, serán justas todas estas acusaciones,
no estarán los desastres que la guerra trae consigo
abultados y exagerados por el patriotismo? Entonces,
haciendo memoria unos de sus viajes, otros de sus
lecturas, pensamos en la Alemania madre de filósofos
y moralistas, recordamos las plácidas novelas donde
se retrata la vida familiar alemana como germen
y escuela de todas las virtudes, las obras de los
grandes líricos cuyos rasgos distintivos son la
melancolía y la dulzura, las obras de aquellos músicos
inmortales que tantas veces nos han llenado el espíritu
de poesía y de ternura; pensamos, en fin, en lo
que la moderna ciencia alemana ha contribuido al
progreso combatiendo la superstición y el error
y decimos: no, no es posible que un pueblo cuya
alma han modelado filósofos, naturalistas, músicos
y poetas para que colabore según su índole a la
civilización del mundo, cometa las atrocidades que
le achacan sus enemigos.
Claro está que quien no ha olvidado la campaña de
1870 sabe que entonces se hicieron a los ejércitos
prusianos las mismas acusaciones: es necesario recordar
que en aquella época los alemanes saquearon ciudades,
fusilaron viejos y mujeres y no dieron cuartel a
los franco-tiradores inaugurando la absurda teoría
de que en una guerra de invasión el paisanaje no
tiene derecho a defenderse: pero ha transcurrido
medio siglo, lapso de tiempo suficiente para que
un pueblo culto no incurra sin dejar de serlo en
tales crueldades; y sin embargo lo que ahora se
cuenta reviste caracteres de mayor ensañamiento
en todo lo que es olvido de la razón y desprecio
del derecho de gentes: parece, pues, natural resistirse
a creerlo cuando las quejas proceden de los ofendidos.
Para convencernos de que ciertos relatos no están
inspirados por el odio es preciso que los haga quien
no haya tomado parte en la lucha; que salgan de
labios de un neutral, y no sólo de un neutral sino
de un hombre que por las circunstancias de su vida,
hasta por su escasa cultura, no pueda sentir razonada
inclinación ni hacia los acusados ni hacia los acusadores.
El testimonio de un militar, de un catedrático,
de un literato pudiera estar influido por sus ideas,
por sus prejuicios, por sus simpatías; y sería sospechoso.
En cambio el de un pobre jornalero atento sólo a
ganarse la vida, sin ilustración para saber lo que
cada nación pretende, nacido además en otra distinta
de las beligerantes y que finalmente, se limitara
a referir lo que hubiese visto sin comentarlo, ese
no podría inspirar desconfianza.
Pues tal es el autor de este libro; un español inteligente,
valeroso, que ganaba ocho francos al día y a quien
los alemanes hicieron prisionero de guerra teniéndolo
cautivo, con incalificable terquedad, durante más
de veinte meses. Este es Valentín Torras.
En verdad que tiene derecho a contar lo que ha sufrido
y que su manera de contarlo, exenta de toda pretensión
literaria, da tristísima idea de quien se lo ha
hecho sufrir. Y no se diga que estas son cosas de
la guerra porque con semejante vulgaridad, como
con aquella otra que atribuye ciertas maldades a
la rudeza de los tiempos pasados, no hay crimen
que no se atenúe ni ferocidad que no se explique.
Si te fijas lector en lo que Torras ha visto, en
lo que han hecho con él y sobre todo en quienes
lo han hecho, quedarás asombrado de que en una nación
civilizada puedan suceder tales cosas.
Yo me siento inclinado a sospechar que acaso Torras
no cayó, por su desdicha, en poder de tropas regulares
de un ejército europeo, sino en manos de guerreros
traídos de aquellas apartadas regiones donde no
sólo son desconocidas la misericordia y la piedad
sino en las cuales la luz de la razón y los beneficios
de la cultura (sin k) no son aún patrimonio de la
raza humana. Porque coger a un hombre prisionero
en la región contra la cual se lucha, suponiéndolo
hijo de ella, es natural; pero que este hombre pruebe
ser de nación distinta y los que le privan de la
libertad, perteneciendo a un ejército lleno de profesores
y sabios, no acierten a distinguir si es español
o portugués, parece de todo punto increíble. Tratárase
de uno de esos aventureros, con cierto barniz de
ilustración, que poseyendo tres o cuatro idiomas
pueden engañar a quien les interroga, y fuera el
caso verosímil; pero cuesta gran trabajo creer que
jefes y oficiales del centro de Europa no puedan
poner en claro el origen de un pobre obrero privado
de todo medio y recurso para desorientarlos. Sin
embargo, esto es lo que ha pasado: primero los que
se apoderan de Torras son incapaces de averiguar
su verdadera nacionalidad; luego se obcecan en suponerlo
portugués; y, finalmente, persistiendo en su error
por ser tan poco inteligentes que no lo comprendieran
o por enterquecerse en no confesarlo, le declaran,
por decirlo así, buena presa y lo tratan como prisionero
de guerra.
Desde este momento lo que indigna en el relato de
Torras no es ya la falta de inteligencia demostrada
para saber de dónde procedía, sino el modo de tratar
a los prisioneros de guerra.
Si eres lector aficionado a las impresiones fuertes,
aquí vas a tenerlas; en estos pocos capítulos verás
hasta dónde puede llegar la crueldad, y no la característica
de las batallas donde el peligro propio disculpa
el furor con que se acomete al prójimo, sino aquella
otra crueldad que debiera tener aún más abominable
nombre: la ejercitada con seres indefensos.
Grupos populares que al paso de los trenes en las
estaciones insultan a los prisioneros; gentes que
van a los campos donde luego se les amontona, para
escarnecerlos; castigos durísimos, verdaderos tormentos,
alimentación repugnante, albergues inmundos, hambre,
miseria, hasta el refinamiento de calumniar, fingiendo
noticias, a las mujeres de los cautivos para sembrar
la sospecha en el alma de sus maridos... nada falta:
no inventó tanto la Inquisición.
Todo esto causa pavor, pero lo que sorprende es
la incultura revelada por ciertos episodios: por
ejemplo, el del médico que examina a los prisioneros
rusos desnudos, mirándolos a distancia de quince
metros con la ayuda de unos gemelos por temor al
contagio.
Otros casos, de distinta índole, pueden servir a
los agentes diplomáticos españoles para sus averiguaciones,
y uno de ellos es de verdadera actualidad, pues
se relaciona con la nota enviada por el Gobierno
francés a los de los países neutrales, y entre éstos
al nuestro, respecto de los atropellos cometidos
con la población civil de Lille, Tourcoing y Roubaix.
Refiere Torras que en Oross-Poritsch un francés
recibió una carta de su esposa; creyó él que procedía
de Roubaix, donde vivían antes de la guerra, pero
cual no sería su sorpresa al ver que la carta estaba
fechada en Colonia y que su mujer le contaba cómo
la habían sacado violentamente de Roubaix, igual
que a otras muchas, para trabajar por fuerza en
tierras alemanas, y que habiéndose ella negado la
metieron en la cárcel, sujetándola al régimen del
arenque, el agua y el pan negro. De modo que, siendo
esto muy anterior a la expresada nota del Gobierno
francés, ya tiene un dato el nuestro para juzgar
cuán ciertas son las maldades a que aquella se refiere.
También para nuestro embajador en Berlín tiene algo
interesante el libro de Torras, y es aquel momento
del relato en el cual, al referir que se negó a
firmar la declaración falsa redactada por los alemanes,
le dijo un capitán:
— Pues volverás al calabozo.
— Vamos. Pero saldré algún día y lo sabrá mi embajador.
— Tu embajador es una buena persona. Hará, como
siempre, lo que quiera el Gobierno alemán.
— Cumplirá con su deber y me reclamará.
Se echó a reír y ordenó que me volvieran
a mi calabozo. No está de más que el representante
de España se entere de este diálogo, el cual habrá
ignorado hasta ahora, porque ni el oficial ni el
cautivo han podido referírselo; pero es seguro que,
en cambio, teniendo hoy como tiene España a su cargo
la defensa de las personas y los intereses de Francia
en Alemania, sabrá el dicho embajador, con muchos
más pormenores que Torras, todo lo que éste cuenta
de los suplicios del palo, la mochila y la jaula
con que se atormenta a los prisioneros franceses.
Afortunadamente este libro es corto: no podría
el ánimo soportar por mucho tiempo la lectura de
tamaños horrores, mil veces más espantosos que las
descripciones de la más encarnizada batalla.
Al cerrarlo, una enseñanza se arraiga en nuestro
pensamiento: la de que por desgracia puede haber
un pueblo que en la especulación filosófica, en
la experimentación científica y en la industria
haya llegado a un alto grado de progreso; y el cual,
sin embargo, no haya sabido adquirir ni la noción
del Derecho, ni el concepto de la Libertad: en menos
palabras, que para las naciones como para los individuos,
una cosa es instruirse y otra tener sentido moral... |
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Jacinto
O. Picón
|
De
la Real Academia Española
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