Cuando
terminaba la proyección y salía de la sala, la realidad
parecía transmutada como el plomo en oro en manos
de alquimistas, cuyo metal noble, amalgamado con
las imágenes y los sonidos de cada una de las películas
a las que asistía, quedaba adherido a su cuerpo
hasta que las rachas de aire frío de la avenida
iban desprendiendo a medida que se alejaba de aquella
oscuridad mágica donde sucedía lo imposible y sus
piernas, como autómatas realizando la función que
la costumbre les había asignado, lo aproximaban
a aquel pequeño edificio gris a espaldas de la avenida
principal de la colonia en el que la frustración
consumía su tediosa existencia y la del resto de
los anónimos moradores de ese bloque tosco y viejo.
Y como escapar de aquella realidad espantosa de
la que formaba parte y a la que no hallaba sentido
alguno era una entelequia, subía aquellos sesenta
peldaños que separaban el portal de su modesta vivienda
del cuarto piso, deleitándose con las imágenes proyectadas
en aquellas tinieblas de luz vibrante antes de que
se desvanecieran como un sueño dichoso velado a
la luz de la mañana. |