Al
igual que el resto del grupo, Carlos estaba exultante.
Y no era para menos, puesto que la sesión
inaugural con el tablero ouija había resultado
espectacular. Una entidad extraterrestre llamada
Oranur estableció con ellos una comunicación
breve pero fascinante. Hasta Elvira, el escepticismo
personificado, desechó su teoría de
una fabulación del inconsciente cuando vio
junto con sus compañeros la incontestable
prueba de la verdad. Oranur acabó el diálogo
con una información esclarecedora: si salían
a la terraza después de aquel último
mensaje, verían en el cielo la luz violácea
de su nave sideral. Y al atender dicho requerimiento
contemplaron el anómalo lucero que oscilaba
en la noche veraniega más allá de
los tejados del pueblo y de la vulgaridad de sus
vidas, exhibiendo un resplandor violeta que proclamaba
su origen artificial. Les invadía el orgullo
de haber tenido el inmenso privilegio de recibir
una confidencia del piloto no humano de aquella
supermáquina desconocida. Y su excitada alegría
les impidió oír el sonido del teléfono,
particularmente machacón; pues Félix,
un amigo de Carlos, quería que éste
le dijera si podía divisar desde su terraza
la luz de una linterna con un filtro lila que había
colgado de su cometa. |