Les
separaba el idioma, el país de residencia, la capacidad
económica y, aventuraba, infinidad de detalles que,
de ser expuestos a la luz del día, velarían casi
de inmediato aquella desmedida atracción que sintieron
el uno hacia el otro nada más verse. Abandonaron
el bar del hotel y caminaron hasta un diminuto parque
recoleto en el que se adentraron, asidos de la mano,
sin temor a poder ser descubiertos y sin recabar
en el peligro que suponía transitar por aquel lugar
a esas horas de la noche. Recuerda que le preguntó
algo, pero o no fue capaz de entender el matiz de
sus palabras o no supo responder de una manera acertada
en su idioma y la mujer se echó a reír con ganas.
Al detenerse frente a una balaustrada se volvió
hacia él y lo miró desde la profundidad de sus ojos
azules con tal intensidad que lo hizo estremecer.
Nunca antes una mirada lo había implorado amor con
semejante intensidad, nunca antes había besado a
una mujer con la vehemencia con la que lo estaba
haciendo en ese instante. El era el protagonista
de un momento mágico que, con absoluta certeza,
sublimaba la ensoñación de millones de hombres desde
sus alcobas. ¿Se encaprichaba a menudo esa joven
actriz de rostro casi adolescente del hombre que
más atención le prestaba? ¿Se repetía aquel gesto
cada vez que en algún rincón del planeta un hombre
afín a sus gustos la reconocía y se sentía irremediablemente
atraído por ella? ¿Habría sido uno más de una larga
lista de escogidos por un caprichoso corazón que
se asomaba al mundo a través de un rostro sublime
y risueño?
Las dudas se desvanecieron cuando, al alba, le preguntó
con aniñada picardía si desearía viajar con ella
a Nueva York para ayudarle a preparar el guion de
su próxima película. Le había puesto el mundo a
sus pies y no tenía calzado ni para dar el primer
paso. Y en ese instante, tomando conciencia de quién
era y de cuáles eran sus limitaciones, la dejó marchar
a sabiendas de que cualquier otro en su lugar hubiera
partido con ella aunque el destino hubiese sido
el fin del mundo. Con los años, dejó de ver a un
cobarde cada vez que se cruzaba con su reflejo en
el espejo; simplemente se miraba como quien mira
a un extraño cuya vida anodina había sembrado de
supuestas decisiones acertadas a costa de no arriesgar
nada para no caer dando tumbos por la incertidumbre
de la vida.
Apagó el televisor y agradeció que las últimas imágenes
de la película en la que su actriz amante aparecía
le hubiesen reflotado aquellos momentos grabados
a fuego en su memoria, habitualmente hundidos en
las profundidades abisales de un mar repleto de
sentimientos contradictorios que era mejor mantener
alejados de las aguas calmas de la superficie. Fueron
suyos cada mechón dorado de su pelo ensortijado,
sus labios finos, su cuerpo espigado, su cara de
ángel, sus ojos celestes que le imploraban amor
desde el lugar más recóndito de su alma aventurera,
su sonrisa infantil, su caminar desgarbado, su humor
burlón e ingenuo a la vez, y hasta la esperanza
de un nuevo futuro en su compañía. Durante un instante
en el tiempo fueron suyos. De un payaso. |