La
clientela del supermercado asistía con desigual
atención al derroche de vitalidad comunicativa
que protagonizaba aquel individuo. Sus ademanes
rápidos y comentarios chistosos suscitaron
toda clase de reacciones, desde miradas compasivas
a sonrisas cómplices. No faltó incluso
algún bisbiseo peyorativo que el espontáneo
animador se apresuró a eliminar al casi grito
de "¡Silencio, silencio! ¡Hoy es
el día de don Fulgencio!" Lo más
curioso fue que el pintoresco charlatán -un
hombre mayor de complexión huesuda, pelo
entrecano y ropa anticuada- se marchó finalmente
sin comprar nada y desapareció entre la lluvia
sin paraguas ni capucha. Yo estuve allí ese
día, que fue ayer mismo; y hoy he comprendido
al fin la razón de su ávido entusiasmo.
Para él fue, sin duda, una ocasión
única y muy especial. Lo supe esta tarde,
cuando encontré por casualidad su fotografía.
El retrato no le hace mucha justicia; pero aun así,
al reconocer su faz en ese pequeño óvalo
de tono sepia sobre una losa fría y descuidada,
reverencié su deseo de vivir, que eclipsó
durante una preciosa fracción de tiempo -qué
importa cuánto- la más pavorosa y
definitiva de las soledades. |