Angya
estacionó el automóvil y apagó
el motor. El olor del agua de lluvia evaporándose
sobre los adoquines de la acera les acompañó
hasta que entraron en aquel pequeño pub de
barrio, típicamente neoyorquino pero con
cierto aire irlandés, regentado por David
Bartlet, una especie de John Wayne bonachón,
de angelote enorme de mirada transparente y ademanes
delicados, que nada más verles entrar se
deshizo en atenciones hacia ambos. ¡Pobre
David, él también estaba enamorado
de Angya sin quererlo! Las mesas del establecimiento
eran pequeñas, por eso cuando se sentaron
frente a frente, tan cerca el uno del otro, se sintieron
tan bien. Ninguno de los dos hacía nada por
ocultar sus sentimientos; se miraban abiertamente
a los ojos sin importarles lo más mínimo
lo que sucediera a su alrededor, ajenos a todo lo
que no fueran ellos. Miguel acariciaba el rostro
de Angya con la mirada, se detenía en sus
labios y la buscaba después, vehemente y
apasionado, en las profundidades de unas pupilas
celestes que parecían querer entregarse a
él sin reservas. De repente, se hizo el silencio
entre los dos, el amor se abrió paso y, abrazándolos,
los besó. |