El
sol estaba a punto de desaparecer bajo el horizonte mientras las
sombras de los árboles cercanos, elongándose amenazadoramente
a medida que caía la tarde, cubrían con su oscuro manto
el viejo apeadero gris y mustio hacia el que, como todos los atardeceres
desde hacía casi cuarenta años, se dirigía para tomar el cercanías
que lo llevaría de regreso a casa. Aquella noche había tenido
un sueño de infancia tan real y desconcertante que no fue capaz
de quitárselo de la cabeza a lo largo del día. Afortunadamente,
su labor era mecánica y podía dejar vagar la mente y pensar en
sus cosas mientras sus manos realizaban el trabajo por sí solas.
A veces se maravillaba comprobando la cantidad de juguetes que
había ensamblado sin ser consciente de ello tras imaginarse caminando
entre pinos junto a su padre por aquel sendero fresco y umbrío
o dándose un baño en la playa con su hermano cuando ambos eran
niños mientras sus manos trabajaban solas en la fábrica colocando
las piezas de cada juguete en el lugar exacto sin intervención
alguna por su parte. Para él la infancia había sido tan determinante
y la echaba tanto de menos que no era extraño que se presentara
aquel tiempo idílico entre las sombras de su dormitorio en las
duermevelas a las que el insomnio lo tenía acostumbrado. Pero
nunca antes había tenido un sueño tan vivido como el de aquella
noche. No podría asegurar si las imágenes que en el mismo se habían
mostrado eran reales o pergeñadas, si realmente pertenecían a
un pasado que no recordaba, si correspondían a un momento determinado
de su infancia o simplemente eran retazos de momentos dispares
que su mente había mezclado con soberbia maestría para crear un
recuerdo ficticio sumamente elaborado que su intelecto había incorporado
ya al acervo de recuerdos de su infancia. Lo que más asombro le
causó fue cómo el sueño progresaba pese a tener conciencia de
haberse despertado, como mínimo, un par de veces a lo largo de
la noche. Esas interrupciones no lograban afectar en absoluto
al devenir de los acontecimientos oníricos; al volver a dormirse
todo comenzaba exactamente en el punto que había finalizado sin
que el despertar afectase al discurrir de la ensoñación. ¡Y todo
era sorprendentemente real! Tan inmerso se encontraba recordando
el sueño de la noche anterior que apenas fue consciente de haber
recorrido la distancia entre la fábrica y el apeadero. Sus pies,
al igual que sus manos, parecían haberse convertido con el paso
de los años en autómatas que realizaban la función que la costumbre
les había asignado.
Cuando el tren se detenía a esas horas en la diminuta terminal
nadie bajaba del mismo, sólo él subía, por lo que estaba seguro
de que el maquinista no detenía el cercanías los fines de semana
o las pocas veces que por enfermedad o causa mayor no había podido
acudir al trabajo. Esa tarde, sin embargo, el único banco con
el que contaba el apeadero se encontraba ocupado. Estuvo tentado
de esperar al tren junto a una de las farolas que, llegada la
noche, iluminaban tristemente el recinto, sin embargo, ¿por qué
debería permitir que aquel extraño variase su rutina y hacerle
permanecer de pie a la espera del convoy casi media hora? Aquel
sujeto de rasgos imprecisos tenía algo que le resultaba familiar,
no sabría decir qué, pero no le era del todo desconocido. Al llegar
a la altura del banco saludó a la persona que lo ocupaba. Fue
entonces, al volverse hacia él y responder a su saludo con un
sonoro y rotundo "buenas noches", cuando creyó reconocerlo. Aunque
fuese imposible parecía tratarse de aquel actor tan maravilloso
de su infancia y juventud. Aquel actor enorme de voz gruesa que
llenaba por sí solo el escenario ¿Cómo se llamaba? ¡José Bódalo!
¡José Bódalo era su nombre! Aquello era imposible y lo sabía.
Aquel magnífico actor había fallecido cuando él debía tener veintitrés
años. Recordaba perfectamente ese detalle porque admiraba su trabajo.
Alzó la vista y contempló cómo las falenas revoloteaban alrededor
de la farola que iluminaba de ambarino el banco donde acababa
de tomar asiento. Debía volverse hacia el sujeto que se encontraba
sentado a su izquierda y comprobar quién era realmente sin incomodarlo,
después de todo, si algo tenía claro es que, por mucho que pudiera
parecerse aquel hombre a ese afamado actor de su infancia, no
podría tratarse de la misma persona. De repente, la inconfundible
voz de José Bódalo se materializó de nuevo junto a su oído:
-El recuerdo lo es todo.
Volvió el rostro hacia el extraño y lo observó de arriba a abajo.
Era imposible, pero allí estaba, o al menos quien estaba era el
doble perfecto de su afamado actor de juventud. Preguntar a ese
hombre si era Bódalo estaba fuera de lugar. Simplemente, era absurdo.
Se miró las manos y luego recorrió con la vista el pequeño apeadero
de punta a punta. Todo parecía normal. "El recuerdo lo es todo".
¿Qué podía responder a eso?
-¡Qué no daríamos a veces por volver a estar con nuestros seres
queridos aunque fuese sólo un instante! -exclamó el extraño dirigiendo
su mirada hacia el horizonte.
El hombre miró su reloj y comprobó que faltaban algo más de veinte
minutos para la llegada del tren, en el supuesto de que no llegase
con retraso. Estaba seguro de que había llegado al apeadero caminando
desde la fábrica como hacía todas las tardes y que no estaba soñando,
pero esa misma extraña sensación de falsa realidad ya la había
experimentado la noche pasada y únicamente al despertar fue consciente
de que lo vivido no era tal. ¿Cómo sabría que no se trataba de
un sueño si no despertaba?
-Mientras yo esté aquí, no llegará -dijo el extraño.
-¿Quién? -preguntó intrigado el hombre volviéndose hacia él.
-El tren. Mientras yo esté aquí, no llegará.
El hombre, que observaba fijamente a ese sujeto que tanto se parecía
al actor que admiró durante su infancia y juventud, miró hacia
las vías en ambas direcciones con ansiedad mal disimulada.
-No se angustie, Fernando -dijo el calco de José Bódalo-. Lo que
tengo que decirle es importante.
Fernando miró al extraño sin saber qué pensar.
-¿A Usted le gustaría regresar a un momento determinado de su
pasado? ¿Vivirlo con la misma intensidad en todos sus detalles?
¿Volver a sentir el abrazo de su madre? ¿Regresar a la casa de
su infancia y recorrer de nuevo aquel largo pasillo en el triciclo
que le regaló su abuela? ¿Percibir el aroma de esa tarta que desde
que murió su madre no ha vuelto a probar? ¿Recorrer el camino
que conducía al río cuando su padre lo llevaba a pescar? Dígame,
¿le gustaría? -preguntó el extraño.
-¿Cómo sabe todo eso de mí? -interpeló con más preocupación que
disgusto.
-Ahora no importa, Fernando. Contésteme, haga el favor.
-¿Y por qué tendría que volver al pasado? -preguntó nuevamente.
El extraño se quedó mirando muy serio a Fernando. Tras unos instantes
durante los cuales parecía estar buscando las palabras adecuadas,
dijo:
-Fernando, ha sufrido un ictus al llegar al apeadero. Ni siquiera
ha sido consciente de que se ha derrumbado en el suelo.
-¿Qué está Usted diciendo? -dijo el hombre a punto de perder los
nervios.
-¡Esto va a ser difícil! -exclamó para sí en voz baja el extraño
tratando de buscar el modo de convencer a Fernando-. Diríjase
a la esquina del apeadero, dé la vuelta a la estación y verá su
cuerpo tendido en el suelo junto a la pared de la edificación.
¡Hágalo y luego regrese! No dispone de mucho tiempo.
Fernando, que observaba al extraño con los ojos desorbitados,
se levantó del banco y se encamino hacia la esquina de la edificación,
primero a grandes zancadas y luego a la carrera. Al asomarse por
el lateral del edificio contempló el cuerpo de un hombre tendido
de bruces contra el suelo en posición grotesca. El rostro de aquel
sujeto se encontraba cubierto de polvo del camino y sangraba por
la nariz. Fernando se aproximó hacia el cuerpo, se arrodilló junto
a él y trató de tocarlo, pero sus manos lo atravesaron. Asustado,
se incorporó de un rápido movimiento, observó de nuevo aquel cuerpo
que era el suyo, y se volvió hacia donde se encontraba el extraño
con manifiesta confusión.
-¿Estoy muerto? -preguntó Fernando con la angustia reflejada en
su mirada según llegaba a la altura del extraño.
-Aún no, pero nadie lo ha visto desmayarse y su cuerpo no está
a la vista. Nadie le ayudará. Es sólo cuestión de minutos… Siéntese,
Fernando, haga el favor.
Fernando, abatido, se sentó junto al extraño.
-¿Eso es lo que he hecho esta noche? ¿Regresar al pasado?
-No exactamente. Esta noche sólo estaba soñando. Yo me refiero
a ir hacia atrás en el tiempo. A volver a vivir todo de nuevo.
Vivirlo otra vez. Usted tuvo una infancia muy dichosa.
-¡Todo esto es absurdo! -exclamó Fernando con una mezcla de abatimiento
y desesperación.
-Comprendo perfectamente cómo se siente. Yo pasé por lo mismo.
-¡Que pasó Usted por lo mismo! -exclamó Fernando.
-Sí, Fernando, pero, por favor, contésteme a lo que le he preguntado.
No tenemos mucho tiempo. ¿Le gustaría regresar a su infancia?
Fernando se quedó mirando al extraño sin saber qué decir. Tras
unos instantes de introspección, preguntó:
-¿Podría elegir el punto del tiempo hacia el cual regresar?
-Sí.
-¿Y podría saltar los momentos dolorosos?
-No, eso no sería posible. Desde el instante en el tiempo al que
regresara todo empezaría a repetirse de nuevo.
-¿Sin un cambio?
-Sin un solo cambio. Pero no lo sabría. Para Usted no sería un
recuerdo, sino simplemente su vida en tiempo presente.
-¿Y no recordaría nada de lo vivido hasta hoy?
-No, sería un viaje hacia atrás en el tiempo únicamente de ida.
Fernando bajó la mirada y permaneció pensativo unos instantes.
Finalmente, no muy convencido, preguntó:
-¿Y qué sacaría con ello si no conservo los recuerdos? Si regresara
al pasado nunca lo sabría.
Fernando se quedó mirando al extraño mientras en su mente hervían
las ideas.
-Existen otras posibilidades.
-¿Otras posibilidades? -preguntó Fernando, intrigado.
-Puede entrar en el cuerpo de una persona en coma y empezar una
vida totalmente distinta. No recordará tampoco nada de la vida
que ha vivido hasta ahora y sus familiares, los familiares de
ese cuerpo que yace en la cama de cualquier hospital esperando
a que recupere la consciencia, deberán enseñarle todo de nuevo,
incluyendo su pasado, el pasado de ese cuerpo que yace en la cama,
por descontado, no el suyo.
-Eso no me hace mucha gracia - dijo Fernando manifestando su disconformidad.
-También puede esperar a morir. Si lo hace así se reencontrará
con sus amigos y familiares fallecidos. Incluso con sus animales
de compañía. Será un reencuentro extraordinariamente feliz.
-¿Y luego?
-Luego vivirá junto a ellos en un mundo maravilloso de colores
resplandecientes en el que no echará de menos nada, como lo hice
yo durante algún tiempo. Un mundo de paisajes increíbles en el
que todo está vivo y en armonía.
-¿Para siempre?
El extraño lo miró circunspecto durante un buen rato. Finalmente,
dijo muy serio:
-¿Por qué está tan obsesionado con el tiempo?
-Usted mismo me lo ha dicho: "el recuerdo lo es todo". La palabra
siempre no tiene sentido si la memoria se pierde. Le pregunto
si la estancia en ese mundo maravilloso al que Usted ha hecho
referencia es para siempre.
-Sólo lo absoluto puede conservar todos los recuerdos, Fernando.
-Yo no hablo de todos los recuerdos, sino de los míos.
-Fernando, Usted estuvo casado durante treinta años. ¿Nunca le
dijo su mujer que había estado hablando o gritando en sueños y
Usted al despertar no lo recordaba? El recuerdo por sí mismo no
es nada, debe ser procesado por la consciencia. La consciencia
es lo que recuerda. La consciencia es una, el recuerdo es múltiple
y eso es lo que conforma la individualidad.
-No me ha respondido.
-Lo estoy haciendo ahora mismo.
-No, no lo está haciendo, por lo menos no está siendo Usted claro.
-¡Demonios! No sé por qué los vivos piensan que los muertos debemos
tener todas las respuestas. No le he respondido porque no sé qué
responderle. No queda mucho tiempo, Fernando, tiene que elegir
o simplemente dejarse ir.
-¿Demonios? -dijo Fernando extrañado-. Demonios no es una palabra
que debería ser pronunciada por una especie de ángel como Usted.
-Yo no soy un ángel, Fernando, sólo soy un difunto a punto de
cumplir su primera misión en la Tierra. No es lo mismo. Y me lo
está poniendo Usted muy difícil, créame. ¿Qué decide?
Fernando niega reiteradamente con la cabeza para manifestar su
disgusto y dice:
-No tiene ningún sentido vivir una segunda vida en la que no podré
recordar quién he sido ni a quién he amado. Para mí no lo tiene.
-Entonces, déjese ir.
-¡Que me deje ir! Pero si ni siquiera tengo la certeza de estar
soñando o sufriendo una alucinación. O quizá esté realmente muriéndome
y mi mente haya iniciado una especie de desintegración mientras
trata inútilmente de hilvanar ideas hasta que entre en un vacío
sin tiempo y se extinga irremediablemente. ¡Tendría gracia que
las últimas imágenes de mi vida fueran Usted y este apeadero!
-Bueno, eso no tendría nada de malo, alguna imagen tendría que
ser la última.
Fernando bajó la vista, alicaído. Tras observarlo durante unos
instantes esperando algún tipo de respuesta, el extraño se levantó
y dijo:
-Decídase, Fernando, en cualquier momento su corazón se detendrá.
El extraño empezó a caminar. Tras recorrer apenas una decena de
pasos se volvió, le sonrió con afecto y se alejó sin prisas apeadero
adelante. Fernando notó cómo alguien le asía de la mano y miró
a su diestra. Su padre, que se encontraba sentado a su lado, dijo:
-No podemos seguir esperando más la llegada del expreso, Fernandito.
Si llegamos tarde, mamá se enfadará.
Padre e hijo se alejan del apeadero cogidos de la mano. Un chasquido
eléctrico en la vía que se asemeja al restallo de un látigo desplegado
en la distancia con enorme fuerza hace que el niño se vuelva hacia
la vía.
-¡Papá, papá, ya viene el tren, espera un poco más!
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