Salió de la habitación despacio y buscó la luz del cuarto de enfermeras. La más joven notó algo nada más verle y se dirigió a grandes pasos hacia la estancia donde su mujer yacía, demacrada y lívida, bajo la máscara de oxígeno, cuyo vano burbujeo rompía el silencio frío que cubría la estancia. El momento había llegado como arriba un tren a su destino, poco a poco hasta detenerse frente a los topes de la vía. Era un hombre acabado, un ser a medias que debería recorrer el último tramo de su vida vivo y muerto a la vez. Solo, sin familia, abandonado a su desgracia y sin el ser con el que había compartido su devenir y a quien siempre había amado, convertido ahora en cenizas sin corazón ni alma como mezquino obsequio del Universo a su vida entregada que se consumió junto a él como la llama de una vela, pasaría sus días postreros entre plegarias rogando que un viento frío apagara el hogar de su desdichada existencia.