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Dos Autores - Textos breves

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El sobre negro

El sobre negro

Relato breve de Luis de la Fuente
Escrito el 22 de abril de 2023

Cuando el dueño de la tasca le vio entrar sabía que aquel no era un hombre que hubiera llegado al pueblo por casualidad y que su presencia en el local tampoco era en absoluto fortuita. Eran las tres menos veinte de la tarde de un frío día de mediados de enero y el bar se encontraba vacío, lo que era habitual en un pueblo pequeño cuyos habitantes, la mayoría pensionistas, sólo acudían a la tasca de la plaza para echar su partida de cartas bien entrada la tarde. El recién llegado, un hombre malencarado de apariencia reservada y modales toscos con el que nadie en sus cabales desearía tener un altercado, se sentó en una de las mesas del bar tras bajarse la cremallera de la cazadora de cuero que vestía y pidió una cerveza tan pronto el encargado le preguntó desde el interior de la barra qué deseaba tomar. El tabernero se aproximó hacia la mesa que ocupaba el recién llegado con una caña de cerveza y un plato sobre el que reposaba un pequeño cuenco de loza blanca conteniendo una generosa ración de aceitunas negras aliñadas.
—¿Desea comer algo? —preguntó el encargado del bar según dejaba la consumición sobre la mesa.
—No —contestó el hombre reforzando su negativa con un movimiento de cabeza—. ¿Siempre está el bar tan vacío?
—Los sábados a estas horas, sí. Los fines de semana no trabajan en la cooperativa.
—¿Sabe si Pascual Rulo se pasará hoy por aquí? —interpeló el hombre al tabernero.
—¿Pascual? ¿El municipal que está a punto de jubilarse? Come aquí todos los días. Suele venir sobre las tres y veinte, ¿lo conoce Usted?
El forastero contestó con cierta inquietud mal disimulada:
—No, ni siquiera sabía que era policía.
El tabernero miró al visitante, extrañado.
—Cuando venga le diré que está Usted esperándole.
—Bien —dijo el recién llegado.
Tras la breve conversación, el dueño del bar retornó al interior de la barra, desde la que observaba con disimulo a aquel individuo que, sin saber por qué, le causaba tanta inquietud como rechazo. Desde que Mari Cruz Santisteban, la joven dueña del monumental casino ubicado a las afueras del pueblo aledaño, desapareció sin dejar rastro casi tres meses atrás y cuyo paradero seguía siendo una incógnita, se habían pasado toda clase de extraños sujetos por su bar, desde funcionarios pertenecientes a las fuerzas de seguridad del Estado hasta periodistas de diferentes medios en busca de la noticia morbosa, e incluso simples curiosos que querían conocer de primera mano cómo era aquella joven mujer de familia pudiente y, según las malas lenguas, turbios negocios que aparecía en todos los telediarios y cuyos secuestradores solicitaban por su liberación una auténtica fortuna al alcance de muy pocos. Pero aquel individuo era diferente; no parecía especialmente interesado por nada, simplemente esperaba con desdén la llegada de un desconocido como quien aguarda la llegada de un autobús del que debe apearse alguien a quien espera. Y, sin embargo, tenía el pálpito de que el encuentro de Pascual con ese hombre iba a ser absolutamente determinante.
—¿Es Usted periodista? —preguntó el tabernero al hombre, vencido por la curiosidad.
El forastero, que en ese momento se encontraba mirando con despreocupación por el ventanal del bar, se volvió hacia el lugar donde el tabernero se encontraba tras la barra y contestó lacónicamente con un monosílabo:
—No.
—Es que últimamente viene mucha gente por aquí preguntando por Mari Cruz Santisteban —dijo el dueño de local tratando de excusarse.
—Pues yo debo ser entonces la excepción, ni siquiera sé quién es esa mujer —dijo de manera indolente tras escupir un hueso de aceituna sobre su puño cerrado y depositarlo en el plato— Sólo quiero charlar con Pascual.
El tabernero miraba al hombre, intrigado, pero por mucho que deseara saciar su curiosidad, la conversación no daba más de sí sin invadir la privacidad de aquel sujeto con cara de pocos amigos y modales hoscos que preferiría que no hubiese entrado en su bar. El enorme reloj de los años ochenta que presidia la tasca tras la barra marcaba las tres y dieciocho minutos cuando un hombre adulto de edad próxima a la jubilación, vestido con el uniforme propio de su quehacer policial, entró en el establecimiento; el tabernero puso en conocimiento del hombre que aquel sujeto malencarado sentado en la mesa junto al ventanal lo estaba esperando. Pascual miró extrañado al forastero, se aproximó hacia él y se presentó:
—Soy Pascual, ¿qué es lo que desea?
—¿Es Usted Pascual Rulo?
—Sí, ¿qué desea?
—Traigo una carta para Usted.
—¿Una carta? —preguntó el agente entrado en años, extrañado—. ¿Una carta de quién? —interrogó de nuevo con cierta extrañeza y alzando ligeramente el tono de voz.
—No lo sé. Yo sólo soy el recadero.
El agente miró incomodado a su alrededor sin saber qué pensar. Después, no muy convencido, se sentó frente a aquel hombre esperando alguna explicación.
—El sábado pasado alguien introdujo un sobre en mi buzón. Dentro del sobre había una nota, tres mil euros en metálico y otro sobre negro más pequeño con las solapas cerradas. En la nota decía que si aceptaba los tres mil euros debía personarme en la tasca de este pueblo hoy antes de las tres de la tarde, preguntar por Usted y entregarle en persona el sobre negro para que lo abriera y leyera en mi presencia la nota que se encuentra en su interior. Si no aceptaba el encargo sólo debía volver a cerrar el sobre con su contenido íntegro y dejarlo de nuevo en mi buzón como muy tarde el domingo por la noche. Fin de la historia.
—¿Cómo se llama Usted? —interrogó el policía municipal algo incomodado.
—¿Eso importa?
—Es por dirigirme a Usted.
—Llámeme Angel.
—¿Es ese su verdadero nombre?
—No.
—¿De dónde es?
—¡De Júpiter! ¡De Plutón! ¡Qué más da de dónde sea, agente! Sólo quiero acabar con esto y emplear esos tres mil euros lo mejor posible.
El dueño del bar se aproximó hacia la mesa que ocupaban ambos hombres y depositó sobre ésta un plato con otro cuenco de aceitunas aliñadas y un vaso de cerveza para Pascual, que éste vació de un solo trago como si no hubiese bebido en toda la mañana. El encargado del establecimiento, al ver la avidez con la que el hombre había vaciado su vaso, preguntó al agente:
—¿Te traigo otra cerveza?
Pascual afirmó.
—¿Quiere Usted otra cerveza? —preguntó el tabernero al extraño visitante.
—No vendría mal.
Mientras el tabernero se dirigía hacia la barra del bar, Pascual preguntó al hombre que se encontraba sentado frente a él:
—¿Puede mostrarme el sobre?
El hombre afirmó y sacó del bolsillo superior de su cazadora un sobre negro que dejó sobre la mesa; el policía observó receloso el sobre durante unos instantes, después lo asió con cuidado entre sus manos y lo levantó a la altura de los ojos para tratar de atisbar su interior a contraluz frente al ventanal del bar. El agente dejó nuevamente el sobre negro en la mesa y lo observó durante unos instantes con hermetismo.
—¿Conserva Usted el otro sobre?
—Sí, pero lo que debe leer es la nota que está en el sobre negro.
—Me ha quedado claro, pero quisiera leer previamente la otra nota.
El visitante introdujo su mano derecha en un bolsillo de su cazadora y sacó del mismo un sobre roto que tendió al agente; éste extrajo la nota del interior y la leyó con detenimiento; acto seguido, dirigió su vista hacia la plaza a través del ventanal del bar y permaneció unos instantes pensativo.
—¿Tiene alguna idea de quién pudo haber introducido este sobre en su buzón?
—No, y la verdad es que no me importa —respondió muy serio el hombre malencarado.
—Alguien le escogió a Usted para hacerme llegar esta nota y no es por azar. ¿Dónde vive?
—En Parla —ha respondido al agente malhumorado, sin ganas de contestar.
—¿En Parla? ¿Y ha hecho cincuenta kilómetros para entregarme esto?
—De haber sabido que era Usted policía quizá no hubiese accedido, o sí, no lo sé, no gana uno tres mil euros todos los fines de semana por entregar un sobre.
Pascual introdujo la nota en el sobre, se la guardó en uno de sus bolsillos y se puso en pie aproximándose hacia la barra del bar; tras pedirle al tabernero un chuchillo que cortara bien, se sentó a la mesa frente al visitante dispuesto a abrir el sobre negro por el extremo superior de su solapa sin romperlo. Extrajo el papel del sobre con extremo cuidado y, tras desdoblarlo, leyó rápidamente lo escrito en él. Cuando Pascual acabó de leer la nota su semblante, totalmente transfigurado, era el de un hombre acabado. Pascual dobló la nota y la dejó en la mesa junto al sobre negro. El tabernero depositó en ese momento las dos cervezas en la mesa que ocupaban sendos hombres y se retiró hacia el interior de la barra.
—¿No tiene curiosidad por saber lo que dice? —preguntó Pascual mientras daba un sorbo al vaso de cerveza que el tabernero acababa de dejar en la mesa.
—No soy un gran lector. Y en este caso, tampoco prefiero ser curioso —dijo el visitante sin bajar la vista hacia el sobre.
Un silencio incómodo se apoderó de la mesa, extendiéndose por todo el local como un frío gélido bajando de lo alto de una montaña en la madrugada de una noche de invierno.
—¿Sucede algo, Pascual? —preguntó con preocupación el dueño de la taberna alzando el tono de voz desde la barra del bar.
—No, Manolo, nada que no tenga solución —respondió Pascual al tabernero sin volverse hacia él.
—¿Quién es Usted? —preguntó el agente al visitante.
—¡Qué más da quién sea!, he hecho lo que se me ha encargado y he cobrado mi dinero.
—¿A qué se dedica Usted?
—Tenía una tienducha de tatuajes a medias con un socio. Tuvimos que cerrar porque no podíamos hacer frente al alquiler.
—¿En Parla?
—Sí, en Parla —contestó a disgusto.
El hombre malencarado vació su vaso de cerveza de un trago y dirigió su vista furtivamente hacia la nota.
—Está a tiempo de leerla —dijo el agente.
—Prefiero no saber lo que pone, me da mal rollo todo esto —contestó el visitante negando reiteradamente con la cabeza.
Sin mediar palabra, el agente introdujo la nota en uno de sus bolsillos, se levantó y encaminó sus pasos muy decidió hacia el servicio de caballeros de la taberna. No había transcurrido ni medio minuto cuando, tras una descarga del agua contenida en la cisterna del inodoro del baño al que había accedido el agente, una sorda detonación de pistola se dejó escuchar con enorme estruendo en el interior del bar. El tabernero se dirigió a toda prisa hacia el baño y al ver a Pascual en el suelo en mitad de un gran charco de sangre comenzó a proferir maldiciones y lamentos a partes iguales. El visitante, incapaz de salir de su asombro y consciente que fuera lo que fuese lo que rezase en la nota, aquélla había sido la causa que había conducido al suicidio a aquel hombre, contemplaba la pavorosa escena que se desarrollaba ante sí con incredulidad. En aquel momento nada sabían aquellos dos sujetos que Pascual, su compañera sentimental y un agente forestal, cómplice de ambos, habían sido los que habían planificado y llevado a cabo el secuestro de Mari Cruz Santisteban, que la misma se encontraba retenida en un zulo a poco menos de setecientos metros de la taberna en la que se encontraban y que la guardia civil tenía a los secuestradores prácticamente cercados. Tampoco llegaron a conocer la identidad de la persona que redactó la nota ni su contenido. Podría tal vez haber sido redactada por alguien que los vigilaba y quería hacerles chantaje, o quizá por el mismo cómplice, arrepentido. Sea como fuere, los medios de comunicación jamás se hicieron eco de aquel papel manuscrito pese a que tanto el tabernero como el visitante declararon acerca de la existencia del mismo. Pascual lo debió tirar por el desagüe del inodoro en un último intento de salvaguardar la poca dignidad que aún pudiera conservar. Antes acabar flotando entre heces y desperdicios hasta deshacerse, aquel pliego garabateado con algún mensaje fatal cumplió el cometido que su autor anónimo le había asignado. O tal vez no.

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