Cuando el dueño de la tasca le vio entrar sabía que aquel
no era un hombre que hubiera llegado al pueblo por casualidad y que su presencia
en el local tampoco era en absoluto fortuita. Eran las tres menos veinte
de la tarde de un frío día de mediados de enero y el bar se encontraba vacío,
lo que era habitual en un pueblo pequeño cuyos habitantes, la mayoría pensionistas,
sólo acudían a la tasca de la plaza para echar su partida de cartas bien
entrada la tarde. El recién llegado, un hombre malencarado de apariencia
reservada y modales toscos con el que nadie en sus cabales desearía tener
un altercado, se sentó en una de las mesas del bar tras bajarse la cremallera
de la cazadora de cuero que vestía y pidió una cerveza tan pronto el encargado
le preguntó desde el interior de la barra qué deseaba tomar. El tabernero
se aproximó hacia la mesa que ocupaba el recién llegado con una caña de
cerveza y un plato sobre el que reposaba un pequeño cuenco de loza blanca
conteniendo una generosa ración de aceitunas negras aliñadas.
¿Desea comer algo? preguntó el encargado del bar según dejaba
la consumición sobre la mesa.
No contestó el hombre reforzando su negativa con un movimiento
de cabeza. ¿Siempre está el bar tan vacío?
Los sábados a estas horas, sí. Los fines de semana no trabajan en
la cooperativa.
¿Sabe si Pascual Rulo se pasará hoy por aquí? interpeló
el hombre al tabernero.
¿Pascual? ¿El municipal que está a punto de jubilarse? Come aquí todos
los días. Suele venir sobre las tres y veinte, ¿lo conoce Usted?
El forastero contestó con cierta inquietud mal disimulada:
No, ni siquiera sabía que era policía.
El tabernero miró al visitante, extrañado.
Cuando venga le diré que está Usted esperándole.
Bien dijo el recién llegado.
Tras la breve conversación, el dueño del bar retornó al interior de la barra,
desde la que observaba con disimulo a aquel individuo que, sin saber por
qué, le causaba tanta inquietud como rechazo. Desde que Mari Cruz Santisteban,
la joven dueña del monumental casino ubicado a las afueras del pueblo aledaño,
desapareció sin dejar rastro casi tres meses atrás y cuyo paradero seguía
siendo una incógnita, se habían pasado toda clase de extraños sujetos por
su bar, desde funcionarios pertenecientes a las fuerzas de seguridad del
Estado hasta periodistas de diferentes medios en busca de la noticia morbosa,
e incluso simples curiosos que querían conocer de primera mano cómo era
aquella joven mujer de familia pudiente y, según las malas lenguas, turbios
negocios que aparecía en todos los telediarios y cuyos secuestradores solicitaban
por su liberación una auténtica fortuna al alcance de muy pocos. Pero aquel
individuo era diferente; no parecía especialmente interesado por nada, simplemente
esperaba con desdén la llegada de un desconocido como quien aguarda la llegada
de un autobús del que debe apearse alguien a quien espera. Y, sin embargo,
tenía el pálpito de que el encuentro de Pascual con ese hombre iba a ser
absolutamente determinante.
¿Es Usted periodista? preguntó el tabernero al hombre, vencido
por la curiosidad.
El forastero, que en ese momento se encontraba mirando con despreocupación
por el ventanal del bar, se volvió hacia el lugar donde el tabernero se
encontraba tras la barra y contestó lacónicamente con un monosílabo:
No.
Es que últimamente viene mucha gente por aquí preguntando por Mari
Cruz Santisteban dijo el dueño de local tratando de excusarse.
Pues yo debo ser entonces la excepción, ni siquiera sé quién es esa
mujer dijo de manera indolente tras escupir un hueso de aceituna sobre
su puño cerrado y depositarlo en el plato Sólo quiero charlar con
Pascual.
El tabernero miraba al hombre, intrigado, pero por mucho que deseara saciar
su curiosidad, la conversación no daba más de sí sin invadir la privacidad
de aquel sujeto con cara de pocos amigos y modales hoscos que preferiría
que no hubiese entrado en su bar. El enorme reloj de los años ochenta que
presidia la tasca tras la barra marcaba las tres y dieciocho minutos cuando
un hombre adulto de edad próxima a la jubilación, vestido con el uniforme
propio de su quehacer policial, entró en el establecimiento; el tabernero
puso en conocimiento del hombre que aquel sujeto malencarado sentado en
la mesa junto al ventanal lo estaba esperando. Pascual miró extrañado al
forastero, se aproximó hacia él y se presentó:
Soy Pascual, ¿qué es lo que desea?
¿Es Usted Pascual Rulo?
Sí, ¿qué desea?
Traigo una carta para Usted.
¿Una carta? preguntó el agente entrado en años, extrañado.
¿Una carta de quién? interrogó de nuevo con cierta extrañeza y alzando
ligeramente el tono de voz.
No lo sé. Yo sólo soy el recadero.
El agente miró incomodado a su alrededor sin saber qué pensar. Después,
no muy convencido, se sentó frente a aquel hombre esperando alguna explicación.
El sábado pasado alguien introdujo un sobre en mi buzón. Dentro del
sobre había una nota, tres mil euros en metálico y otro sobre negro más
pequeño con las solapas cerradas. En la nota decía que si aceptaba los tres
mil euros debía personarme en la tasca de este pueblo hoy antes de las tres
de la tarde, preguntar por Usted y entregarle en persona el sobre negro
para que lo abriera y leyera en mi presencia la nota que se encuentra en
su interior. Si no aceptaba el encargo sólo debía volver a cerrar el sobre
con su contenido íntegro y dejarlo de nuevo en mi buzón como muy tarde el
domingo por la noche. Fin de la historia.
¿Cómo se llama Usted? interrogó el policía municipal algo incomodado.
¿Eso importa?
Es por dirigirme a Usted.
Llámeme Angel.
¿Es ese su verdadero nombre?
No.
¿De dónde es?
¡De Júpiter! ¡De Plutón! ¡Qué más da de dónde sea, agente! Sólo quiero
acabar con esto y emplear esos tres mil euros lo mejor posible.
El dueño del bar se aproximó hacia la mesa que ocupaban ambos hombres y
depositó sobre ésta un plato con otro cuenco de aceitunas aliñadas y un
vaso de cerveza para Pascual, que éste vació de un solo trago como si no
hubiese bebido en toda la mañana. El encargado del establecimiento, al ver
la avidez con la que el hombre había vaciado su vaso, preguntó al agente:
¿Te traigo otra cerveza?
Pascual afirmó.
¿Quiere Usted otra cerveza? preguntó el tabernero al extraño
visitante.
No vendría mal.
Mientras el tabernero se dirigía hacia la barra del bar, Pascual preguntó
al hombre que se encontraba sentado frente a él:
¿Puede mostrarme el sobre?
El hombre afirmó y sacó del bolsillo superior de su cazadora un sobre negro
que dejó sobre la mesa; el policía observó receloso el sobre durante unos
instantes, después lo asió con cuidado entre sus manos y lo levantó a la
altura de los ojos para tratar de atisbar su interior a contraluz frente
al ventanal del bar. El agente dejó nuevamente el sobre negro en la mesa
y lo observó durante unos instantes con hermetismo.
¿Conserva Usted el otro sobre?
Sí, pero lo que debe leer es la nota que está en el sobre negro.
Me ha quedado claro, pero quisiera leer previamente la otra nota.
El visitante introdujo su mano derecha en un bolsillo de su cazadora y sacó
del mismo un sobre roto que tendió al agente; éste extrajo la nota del interior
y la leyó con detenimiento; acto seguido, dirigió su vista hacia la plaza
a través del ventanal del bar y permaneció unos instantes pensativo.
¿Tiene alguna idea de quién pudo haber introducido este sobre en su
buzón?
No, y la verdad es que no me importa respondió muy serio el
hombre malencarado.
Alguien le escogió a Usted para hacerme llegar esta nota y no es por
azar. ¿Dónde vive?
En Parla ha respondido al agente malhumorado, sin ganas de contestar.
¿En Parla? ¿Y ha hecho cincuenta kilómetros para entregarme esto?
De haber sabido que era Usted policía quizá no hubiese accedido, o
sí, no lo sé, no gana uno tres mil euros todos los fines de semana por entregar
un sobre.
Pascual introdujo la nota en el sobre, se la guardó en uno de sus bolsillos
y se puso en pie aproximándose hacia la barra del bar; tras pedirle al tabernero
un chuchillo que cortara bien, se sentó a la mesa frente al visitante dispuesto
a abrir el sobre negro por el extremo superior de su solapa sin romperlo.
Extrajo el papel del sobre con extremo cuidado y, tras desdoblarlo, leyó
rápidamente lo escrito en él. Cuando Pascual acabó de leer la nota su semblante,
totalmente transfigurado, era el de un hombre acabado. Pascual dobló la
nota y la dejó en la mesa junto al sobre negro. El tabernero depositó en
ese momento las dos cervezas en la mesa que ocupaban sendos hombres y se
retiró hacia el interior de la barra.
¿No tiene curiosidad por saber lo que dice? preguntó Pascual
mientras daba un sorbo al vaso de cerveza que el tabernero acababa de dejar
en la mesa.
No soy un gran lector. Y en este caso, tampoco prefiero ser curioso
dijo el visitante sin bajar la vista hacia el sobre.
Un silencio incómodo se apoderó de la mesa, extendiéndose por todo el local
como un frío gélido bajando de lo alto de una montaña en la madrugada de
una noche de invierno.
¿Sucede algo, Pascual? preguntó con preocupación el dueño de
la taberna alzando el tono de voz desde la barra del bar.
No, Manolo, nada que no tenga solución respondió Pascual al
tabernero sin volverse hacia él.
¿Quién es Usted? preguntó el agente al visitante.
¡Qué más da quién sea!, he hecho lo que se me ha encargado y he cobrado
mi dinero.
¿A qué se dedica Usted?
Tenía una tienducha de tatuajes a medias con un socio. Tuvimos que
cerrar porque no podíamos hacer frente al alquiler.
¿En Parla?
Sí, en Parla contestó a disgusto.
El hombre malencarado vació su vaso de cerveza de un trago y dirigió su
vista furtivamente hacia la nota.
Está a tiempo de leerla dijo el agente.
Prefiero no saber lo que pone, me da mal rollo todo esto contestó
el visitante negando reiteradamente con la cabeza.
Sin mediar palabra, el agente introdujo la nota en uno de sus bolsillos,
se levantó y encaminó sus pasos muy decidió hacia el servicio de caballeros
de la taberna. No había transcurrido ni medio minuto cuando, tras una descarga
del agua contenida en la cisterna del inodoro del baño al que había accedido
el agente, una sorda detonación de pistola se dejó escuchar con enorme estruendo
en el interior del bar. El tabernero se dirigió a toda prisa hacia el baño
y al ver a Pascual en el suelo en mitad de un gran charco de sangre comenzó
a proferir maldiciones y lamentos a partes iguales. El visitante, incapaz
de salir de su asombro y consciente que fuera lo que fuese lo que rezase
en la nota, aquélla había sido la causa que había conducido al suicidio
a aquel hombre, contemplaba la pavorosa escena que se desarrollaba ante
sí con incredulidad. En aquel momento nada sabían aquellos dos sujetos que
Pascual, su compañera sentimental y un agente forestal, cómplice de ambos,
habían sido los que habían planificado y llevado a cabo el secuestro de
Mari Cruz Santisteban, que la misma se encontraba retenida en un zulo a
poco menos de setecientos metros de la taberna en la que se encontraban
y que la guardia civil tenía a los secuestradores prácticamente cercados.
Tampoco llegaron a conocer la identidad de la persona que redactó la nota
ni su contenido. Podría tal vez haber sido redactada por alguien que los
vigilaba y quería hacerles chantaje, o quizá por el mismo cómplice, arrepentido.
Sea como fuere, los medios de comunicación jamás se hicieron eco de aquel
papel manuscrito pese a que tanto el tabernero como el visitante declararon
acerca de la existencia del mismo. Pascual lo debió tirar por el desagüe
del inodoro en un último intento de salvaguardar la poca dignidad que aún
pudiera conservar. Antes acabar flotando entre heces y desperdicios hasta
deshacerse, aquel pliego garabateado con algún mensaje fatal cumplió el
cometido que su autor anónimo le había asignado. O tal vez no.