Hundió
con fuerza el rostro congestionado contra la almohada
al escuchar llegar a su padre, que se sentó
a oscuras en la sala sin recabar en su presencia;
inmóvil, y casi todo ausente, su figura en
penumbra era la de un hombre acabado cuyas pupilas
brillaban porque los ojos que las contenían
lloraban a todas horas solos.
Y solos lloraban, padre e hijo, en aquella casa
de hielo y de sombras, en aquel hogar sin alma,
queriendo olvidar el recuerdo de la fría
oscuridad de un nicho donde ella, sola, esposa y
madre, derrotada por la vida, yacía con sus
recuerdos de amor hechos cenizas. |