Indudablemente,
la chica en cuestión era tonta de solemnidad.
Su aspecto insulso y huidizo ya delataba a las claras
su bisoñez; y aquel talante ingenuo no había
pasado desapercibido para ella, una vieja curtida
por largos años de privaciones y rudeza ambiental,
un rosario de penalidades impensables en la timorata
universitaria a la que acababa de alquilar el peor
piso de la ciudad. Cuando aceptó sin rechistar
la abusiva renta que le pidió por aquel cuchitril
frío y ruinoso, frecuentado además
por unos bichejos enormes y repulsivos que superaban
con creces la asquerosidad de las cucarachas, comprendió
que su primera impresión había sido
acertada. De hecho la muy boba ignoraba que, mediante
un indiscreto orificio practicado en la pared del
cuarto de baño, un ojo escrutador la acechaba
con malsana curiosidad. Su postura, de espalda al
fisgón clandestino, así lo permitía,
aunque ella, sin desprenderse de su albornoz, continuaba
inmóvil y extasiada; extasiada como sólo
podía estarlo una estudiante de Paleontología
ante la visión de una bañera llena
de trilobites inconcebiblemente vivos, salidos de
una grieta entre varios azulejos rotos de la pared. |