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Dos Autores - Textos breves

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Eve

Eve

Relato breve de Luis de la Fuente
Escrito en el año 2019

Aquellos dos hombres maduros se abrazaron con los ojos anegados en lágrimas como si ambos hubiesen sido indistintamente el padre de aquel ángel de alas rotas cuya muerte anunciada había convertido en cenizas sus corazones y los había unido, aunque fuese tan sólo temporalmente, como hermanos de sangre. Se abrazaron con respeto y agradecimiento mutuo y con la certeza de que, tras el cierre lapidario de aquella oquedad diminuta en la que reposaría la urna conteniendo los restos calcinados de esa ninfa que el universo escogió para descargar sobre ella su ira, difícilmente podrían volver a verse y que ese acto constituía en sí mismo una doble despedida. Antes de que el sepelio comenzara y se dieran cita en él todos los que en algún momento o circunstancia habían coincidido con Eve y guardaban de ella un buen recuerdo, aquellos hombres destrozados tuvieron tiempo para conversar, pero no lo hicieron porque escogieron el camino menos doloroso, dejando que se impusiera ese silencio tácito que los había acompañado desde que se conocieron y que escondía dramas individuales tan desgarradores que resultaba imposible darlos forma en palabras. Manuel tampoco se atrevió a preguntar a su hija qué sentía por aquel individuo que se portaba a veces con ella como un padre y otras como un adolescente enamorado, pero cuando entraba en la habitación del hospital y los veía juntos era como si los treinta y cinco años que los separaban se convirtieran en una estructura sólida semejante a un puente que ambos cruzaban desde orillas opuestas con pasmosa facilidad para darse cita justo a mitad de camino. ¡Qué podría echar en cara a aquel hombre que acompañó a su hija hasta el último momento sin pedir nada a cambio salvo su compañía y que tras su muerte se derrumbó como pocas veces había visto hacerlo a nadie en el ejercicio de su dilatada carrera profesional como médico internista! Hubiese querido Hugh a su hija como un padre, como un amante o como un buen amigo, ¿tenía verdaderamente alguna relevancia? Eve murió asida de la mano de aquel hombre y no de la suya porque cuando sobrevino el desenlace se encontraba tendido sobre su costado izquierdo en una mesa de exploración endoscópica vomitando sangre oscura como la brea mientras un compañero trataba de cortarle la hemorragia en una vena ubicada en la boca de su estómago, inyectándola adrenalina a través de un gastroscopio y llorando de angustia e impotencia a cada arcada pensando en su hija agonizante debatiéndose entre la vida y la muerte en la segunda planta de aquel mismo centro hospitalario. El sepelio terminó tan pronto como los operarios del cementerio sellaron el columbario y colocaron la lápida; lo que quedaba de su hija yacía hecho cenizas y huesos machacados a escasos sesenta metros del lugar en el que, cuatro años atrás, había dado sepultura a su mujer. Su muerte, a diferencia de la de Eve, fue inesperada y fulminante. Tan rápidamente salió de su vida que aún era capaz de verla y percibir su voz cuando se quedaba solo en casa. Debía asumir que, en adelante, sobrellevaría el resto de su desdichada existencia en compañía de sus fantasmas, con los que entraría en melancólica conversación sobre esto o aquello según su estado de ánimo. Dialogar con fantasmas permite adelantarse al futuro conocido, prever soluciones y ejecutarlas en una suerte de universo paralelo donde la resolución a los problemas es siempre posible adelantándose al desarrollo de los acontecimientos ulteriores. De no tratarse este desatino rayante en la locura de un estéril monólogo engañoso, aquel accidente que puso fin a la vida de su mujer no se hubiese producido y casi con toda seguridad su hija aún gozaría de una aceptable calidad de vida. ¿Podría seguir vanagloriándose de ser un internista experimentado cuando durante meses fue incapaz de diagnosticar la enfermedad de Eve? ¿Podría seguir ayudando a sanar o a morir a personas desconocidas a las que la enfermedad había trastocado la rutina de sus vidas mostrándoles la extrema fragilidad en la que se desenvuelve la existencia de todo ser humano y, por extensión, la de todo ser vivo, cuando no pudo enfrentarse dignamente a la enfermedad de su hija ni estar junto a ella en sus últimos momentos? Los oscuros pensamientos de Manuel fueron interrumpidos por un compañero que le sugirió regresar a la ambulancia para sustituir la bolsa de suero que colgaba, consumida prácticamente en su totalidad, de la barra porta suero instalada en la silla de ruedas en la que el hombre se encontraba. Hugh observó cómo la pequeña multitud reunida en torno al columbario, mayoritariamente universitarios y personal sanitario de diversa condición, se dispersaba mientras aquel hombre con porte y maneras de doctor empujaba la silla de Manuel hacia la ambulancia que lo llevaría de regreso al hospital para continuar su recuperación.

***

La relación entre la mujer de Hugh y su madre nunca fueron buenas, por eso acudía al hospital siempre solo. Aquella mañana se encontró la habitación vacía; a su madre la habían bajado a rayos y la cama contigua estaba hecha y desocupada, si bien intuía que no por mucho tiempo. La anterior compañera de habitación de su madre, a la que dieron el alta el día anterior, no podía ser más burda, carente de tacto y desagradable. Se encontraba de pie mirando por el amplio ventanal inmerso en estos banales pensamientos cuando un celador entró en la habitación empujando una silla de ruedas en la que se encontraba una chica joven, de unos veintidós o veintitrés años, cuyo rostro le resultaba llamativamente familiar. Aquella chica atractiva, de apariencia recatada y frágil, cuyo educado comportamiento en nada se parecía al de cualquier otra joven de su edad, miró a Hugh con una mezcla de curiosidad y tristeza. Hugh la saludó y ella le devolvió el saludo. Durante unos instantes no supieron qué decirse hasta que Hugh rompió el silencio:
—Mi madre va a ser tu compañera de habitación. No te lo digo para asustarte.
La chica sonrió por la ocurrencia y se le iluminó el rostro.
—Lo tendré en cuenta.
—Un hospital no es buen sitio para conocer a mi madre, de hecho creo que ningún sitio es bueno, la verdad. ¡Pero con un poco de suerte no tendrás que soportarla mucho tiempo! Imagino que la darán de alta el viernes si las placas salen bien.
—Me deja más tranquila. Por un momento he estado tentada a solicitar que me cambien de habitación —dijo la joven siguiendo la broma.
Hugh se aproximó a la butaca que se encontraba situada frente a la silla de ruedas. Aquella chica era el vivo retrato de la actriz Nastassja Kinski, pero con unos preciosos ojos claros enmarcados en un rostro pecoso de tez clara, y por eso le resultaba tan familiar. Era una mujer de una hermosura deliciosamente equilibrada y dulce.
—En términos generales, un hospital no es buen sitio para conocerse. No es un buen sitio para conocer a nadie.
La chica miró a Hugh desde la insondable placidez de sus preciosos ojos azules sin acabar de entender lo que el hombre había querido dar a entender.
—¿Todavía no nos hemos presentado y ya quiere que me vaya?
—No, por favor, no me dejes solo con mi madre, no lo soportaría —dijo bromeando.
—Mis padres se conocieron en un hospital. Mi padre trabaja aquí. Es médico.
—Bueno, yo lo que… En fin, lo que quería decir es que hay sitios mejores para que las personas se conozcan. Claro que… supongo que para un médico será diferente. Me llamo Hugh —dijo finalmente, presentándose.
—¿Hugh? ¿Cómo Hugh Grant?
—¿Hugh Grant? ¿Quién es ése? —preguntó Hugh haciéndose el despistado.
—El actor.
—Bromeaba, ¡claro que sé quién es! Todo el mundo dice que me parezco a él.
—Pues es cierto. De hecho, al verle es lo primero que he pensado. Hasta en la forma de hablar y de moverse se parece.
—¡Vaya, pues no sé cómo tomarme eso! Supongo que en este caso dependerá de cómo te caiga Hugh Grant.
—Hugh Grant es mi actor preferido.
—¿En serio? -preguntó incrédulo.
—-¡En serio! Notting Hill me encanta. Ya sé que es una película muy simple, pero la veo siempre que la emiten.
—Pues debes saber que tú te pareces mucho a Nastassja Kinski. Pero más quisiera tener ella unos ojos tan bonitos como los tuyos.
La chica sonrió y bajó la vista ruborizada.
—Me llamo Eve —dijo, presentándose—. Como Eva, pero acabado en "e" y pronunciándose "if", como en inglés.
Hugh se levantó y tendió la mano a Eve.
—Encantado de conocerte, Eve —dijo mientras se daban la mano— ¿Y qué te trae por aquí? —preguntó mientras volvía a sentarse en la butaca.
La chica miró a aquel hombre, que por edad bien podría ser su padre, algo sorprendida:
—Perdona, es una pregunta estúpida, si premiaran a los tontos tendría mi casa llena de trofeos —dijo el hombre tratando de disculparse tras darse cuenta de lo inapropiado que había sido formular semejante cuestión.
—Nadie sabe lo que tengo. Me han hecho un montón de análisis, radiografías, varios TAC. Todo normal. Pero no puedo caminar bien porque si muevo esta pierna —dijo señalando su pierna derecha— siento un fuerte dolor en la cadera. Ni mi padre sabe lo que me pasa. Lo único que sé es que cada día me encuentro peor.
—¿Llevas mucho tiempo así? —preguntó Hugh.
—Cuatro meses. Y ahora he comenzado a tener taquicardias. La verdad es que me estoy empezando a preocupar. Y mi padre, aunque trate de disimularlo, también. Se lo noto.
—Bueno, si tuvieras algo malo… hubiera salido en los análisis. Supongo.
—Lamentablemente, eso no es del todo exacto.
—¿Tu madre también trabaja aquí? -preguntó Hugh, curioso.
—Mi madre murió hace unos años. Era enfermera de quirófano.
—¡Vaya, lo siento, no hago más que meter la pata!
—No se preocupe. Ya ha pasado tiempo.
—Te agradecería que no me llamaras de Usted. Bastante tengo ya con mirarme al espejo todos los días.
Eve miró a Hugh con pesadumbre y dijo con un tono de voz casi imperceptible:
—Tengo un mal presentimiento.
—Y yo —dijo Hugh tratando de ocultar el auténtico sentido de sus palabras.
Eve miró al hombre, desconcertada.
—Tengo el presentimiento de que tendré que venir a visitarte todos los días.
Hugh se levantó de la butaca y se aproximó hacia Eve; extendió su mano derecha con la palma abierta y la aproximó hacia la mano diestra de Eve
—Sé que no te lo vas a creer, pero todos mis amigos dicen que darme la mano les trae suerte.
Eve, pensando que se trataba de una simpática ocurrencia de Hugh, asió la mano de éste, que la retuvo con suavidad entre la suya durante unos instantes; en un gesto espontáneo, besó el dorso de la mano de Eve con delicadeza y tras soltarle la mano se sentó de nuevo en la butaca frente a la joven, que no alcanzaba a comprender el inusual y excéntrico comportamiento de aquel hombre que tenía frente a sí y que tanto se parecía a su actor preferido.
—¿También besas las manos de tus amigos para desearles suerte?
—No tengo muchos amigos. En realidad, no tengo ninguno —dijo Hugh muy serio, sincerándose tras un breve silencio—. Sólo deseaba romper el hielo y no verte derrotada. Eres muy joven para estar tan triste. Después de todo, un payaso siempre hace reír.
—Te agradezco tus esfuerzos, pero si a tu madre le dan el alta el viernes pocas oportunidades tendrás de verme derrotada. Y no creo que seas un payaso.
—Vendré a visitarte todos los días hasta que te hartes de verme.
—No lo harás. Esas cosas se dicen a veces, sobre todo en los hospitales, pero luego, por unas razones o por otras, no se hacen. Son sólo intenciones, buenas intenciones desde luego, pero son sólo eso, intenciones.
—Soy persona de palabra. Vendré todos los días.
—¿Por qué harías eso si me acabas de conocer?
—Te lo he dicho, no tengo amigos. Ya va siendo hora de cambiar un poco eso.
—¿Tampoco tienes esposa ni trabajo? ¿No tienes obligaciones?
—¿No estarás tratando de pedirme matrimonio? —dijo Hugh esbozando una sonrisa—. ¿O es que tienes un novio celoso y temes que pueda matar a un anciano que sólo desea verte feliz?
Eve sonrío ante la ocurrencia de Hugh y, tras escrutarlo durante unos instantes, dijo:
—Sólo tengo a mi padre, no tienes por qué preocuparte.
—Bueno, ahora también me tienes a mí. No soy gran cosa, desde luego, pero seguro que te arranco alguna sonrisa incluso sin querer. Lo malo es que, hasta que no me oigo, no me doy cuenta de las tonterías que llego a decir. Así que tendrás que perdonarme. Soy inevitablemente algo extravagante.
La conversación entre ambos se vio bruscamente interrumpida con la entrada en la habitación de tres doctores, que pidieron a Hugh con amabilidad abandonar la habitación. Según lo hacía escuchó la voz de Eve saludando a uno de los médicos:
—¡Hola, papá!
—¡Hola, cariño!, ¿cómo te encuentras hoy? —contestó el facultativo que Hugh supuso que debía ser el padre de Eve.

***

Manuel escuchaba con atención al doctor que se encontraba sentado frente a él en su despacho:
—Llegados a este punto, yo optaría por hacerle a tu hija una biopsia de grasa subcutánea abdominal con tinción de rojo congo. O de colon, lo que consideres más adecuado, pero con tinción.
—¡Pero si Eve sólo tiene veintidós años! No se conoce ningún caso de amiloidosis a edades tan tempranas.
—En este caso creo que eso es irrelevante, Manuel. Convendría hacerle la prueba para descartar la enfermedad.
Manuel observó muy serio al doctor que tenía frente así mientras sus ojos se anegaban en lágrimas por mucho que tratara de evitar derrumbarse frente a su compañero.
—Sé que es muy duro, pero sólo así podremos hacer un abordaje adecuado.
—Los dos sabemos que si la prueba diera positivo no habría nada que abordar —dijo Manuel tras enjugarse las lágrimas con un pañuelo de papel que acababa de extraer de un dispensador de cartón ubicado sobre su mesa y que tantas veces había tendido a sus pacientes cuando se veía obligado a darles, muy a su pesar, esa mala noticia que les helaba la sangre y ponía el cronómetro de sus vidas en marcha
—Nunca he tratado directamente a un paciente con amiloidosis, de haberlo hecho, quizá hubiera caído en la cuenta antes y hubiera solicitado la biopsia a tiempo.
—¿También te vas a echar la culpa de esto? —interrogó a Manuel su compañero esperando algún tipo de respuesta que no llegó—. Hablaré ahora mismo con José Miguel a ver si pueden sacar un hueco para hacerle la aspiración mañana a tu hija —el hombre se levantó encaminándose hacia la puerta del despacho—. Y vete a casa a descansar, que Eve está en buenas manos y no ayudará nada que te vea así.
Cuando aquel buen doctor salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí, Manuel volvió la vista hacia el ventanal del consultorio, desde el cual podía contemplarse el pabellón de neonatos y maternidad del hospital, cuyas habitaciones resplandecían a la luz del atardecer como pequeños cubículos de alegría donde la vida daba comienzo y el futuro era un libro en blanco aún por escribir. Para ser un hombre que aún no había cumplido los sesenta, no podía encontrarse más solo; sin padres ni hermanos, y con su mujer muerta por la imprudencia de un conductor ebrio que se emborrachó para olvidar una pena de amor, su hija era todo lo que tenía. Y ese vago presentimiento de que acabaría sus días en la soledad de una casa vacía lo perseguía. Manuel se dirigió hacia la habitación de Eve, que se encontraba reclinada en la cama leyendo un libro. Se aproximó a su hija y se sentó en el borde de la cama tras darle un beso en la frente.
—¿Qué tal estás? —preguntó Manuel a su hija.
—Ahora mismo bien.
—Mañana te vamos a hacer una prueba.
—¿Qué prueba?
—Una aspiración de grasa subcutánea. No te dolerá nada.
—¡Ya, eso decís los médicos siempre!
—No te dolerá nada, te lo prometo. ¿Quieres que te traiga algo de casa?
—El portátil y el cargador.
Manuel trató de leer la portada del libro que su hija estaba leyendo y ésta, al darse cuenta, se la mostró.
—The Bridges of Madison County —dijo Manuel leyendo el título impreso en la portada del libro—. Dicen que la película supera con creces al libro.
—Es por leer algo en inglés.
Manuel besó de nuevo a su hija en la frente y se dispuso a salir de la habitación; antes de hacerlo le dijo al oído bajando la voz:
—Trataré de que mañana tengas una compañera de habitación de tu edad.
—Prefiero quedarme con esta señora inglesa —replicó a su padre en voz baja—. Con la gente de mi edad no me acabo de llevar muy bien.
—¿Estás segura?
—Sí.
Manuel se despidió de Eve y se encaminó hacia su casa. Apenas cenó. Cuando apagó el ordenador de sobremesa eran las tres de la mañana. Los diversos casos clínicos que habían desfilado por la pantalla de su Apple eran simplemente demoledores. La amiloidosis primaria era una enfermedad rara, devastadora e implacable que, literalmente, consumía por dentro en pocos meses a quienes la sufrían. Una enfermedad de difícil detección por sus síntomas inespecíficos y difusos que cohabitaba agazapada durante años con quien la sufría y que cuando salía de su letargo consumía a su víctima en pocos meses. ¡Dios no quisiera que su hija fuera el blanco de semejante desgracia! Se acostó en una duermevela por la que desfilaron, como salidas de un proyector situado en las profundidades mismas del averno, imágenes horribles que apenas le permitieron conciliar el sueño. Un abismo sin fondo parecía esperarlo entre tinieblas dispuesto a devorarlo. No podía detener el tiempo. El hospital lo aguardaba rebosante de pacientes y malos augurios.

***

—¡Has venido! —exclamó Eve con sorpresa al ver a Hugh asomándose a la habitación como si tuviera que pedir permiso para entrar.
—¡Pues claro, te dije que vendría todos los días!
—Ayer dieron de alta a tu madre. No pensaba que te pasaras tan pronto.
—Pensabas que bromeaba, que no vendría, ¿verdad?
Eve esbozó una leve sonrisa, se puso en pie y, aunque con cierta dificultad, se aproximó caminando hacia Hugh, al que besó en la mejilla con naturalidad.
—¿Damos una vuelta? —preguntó Eve.
—¿Una vuelta? ¿Te refieres a coger el coche e irnos a la montaña, llenar las cantimploras con el agua pura de un arroyo y escuchar el canto de los pájaros y el sonido de las hojas de los árboles mecidas por la brisa?
—¿Ese sería el sitio al que te gustaría llevarme ahora mismo o es sólo una de tus bromas para alegrarme el día?
Hugh la miró muy serio con sus chispeantes ojos de color azul cielo y respondió sin dilación con una media sonrisa que sólo pretendía rebajar el tono de su respuesta:
—Te llevaría ahora mismo si pudiera. Desde luego que lo haría.
Eve escrutó disimuladamente a Hugh con la mirada; tuvo en ese instante la íntima certeza de que aquel hombre entrado en años no mentía.
—¿Podrías contentarte con ir a la cafetería del hospital? —preguntó Eve.
—Bueno…, no será lo mismo, desde luego, pero podremos conversar. Dejaremos lo de la montaña para más adelante.
—Tendré que asirme a tu brazo para caminar, ¿te importa?
—En absoluto. Seré la envidia de todas las personas con las que nos crucemos.
Salieron de la habitación asidos del brazo. Al llegar junto al puesto de enfermeras, Eve se dirigió a la que en ese momento se encontraba junto al mostrador y le dijo:
—Por favor, María, si viniese mi padre ¿podrías decirle que estoy en la cafetería grande con un amigo?
La mujer asintió. Eve y Hugh tomaron el ascensor y se encaminaron hacia la cafetería que, pese a sus grandes dimensiones, se encontraba medio vacía. Pidieron en la barra del autoservicio un par de zumos y unas napolitanas de jamón y queso calientes y se sentaron uno frente al otro en una de las mesas con las que contaba el establecimiento. Conversaron sobre temas intrascendentes y sobre otros que, sin necesariamente serlo, no les afectaban, sobrevolándolos con la grácil majestuosidad de un ave que va de paso. Eve supo que Hugh era el único hijo de un matrimonio formado por una inglesa regordeta y malhumorada, afincada en Madrid, y un belga calzonazos con mucho sentido del humor que había fallecido diez años atrás. Que había estado trabajando como corrector en una editorial de libros de enseñanza casi toda su vida hasta que la empresa quebró. Que no tenía trabajo ni esperanza alguna de conseguirlo debido a su edad. Que había tenido un gatito cuyo nombre era Chiquitín que había muerto hacía unos meses y al que mandaba un besito todas las noches al acostarse por si podía oírle desde el otro mundo; un gatito muy buena persona, como él lo describía. Que estaba casado y que no tenía hijos. En este punto, la curiosidad de Eve le hizo preguntar:
—¿Sabe tu mujer que has venido a visitarme?
—Sí.
—¿Y no le importa?
—Supongo que tiene otras cosas en qué pensar.
—¿Supones que tiene otras cosas en qué pensar? ¿Qué clase de respuesta es esa?
Hugh permaneció durante unos instantes en silencio valorando hasta qué punto sincerarse con Eve; finalmente, respondió tratando de aparentar normalidad:
—Que dejé de importarle hace mucho tiempo. Seguimos juntos, pero hacemos vidas separadas. Bueno —piensa las palabras—, a decir verdad, es ella quien hace la vida más separada, de hecho, tan separada que ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que mantuvimos una conversación de más de ocho o diez palabras.
—¿Y qué piensas hacer?
—Tengo algo ahorrado. Y mientras que la vieja cascarrabias cobre la pensión no me faltará de comer, supongo. Enviar currículos a empresas en el que figure como único trabajo el de corrector de estilo en la misma firma editorial durante treinta y un años no anima mucho a la lectura, es más, me atrevería a decir que leer un currículo así puede llegar a ser extraordinariamente aburrido pese a su brevedad.
—¿Qué edad tienes?
—Cincuenta y seis años.
Eve iba a realizarle otra pregunta cuando comenzó a hacer señas a alguien que acababa de entrar en la cafetería para que se aproximase hacia ellos. Manuel se acercó a la mesa y nada más ver a Hugh, le preguntó:
—¿No es Usted el hijo de la paciente inglesa que dieron el alta ayer?
-Así es, en efecto. Mi nombre es Hugh.
—Soy Manuel, el padre de Eve.
Ambos hombres se dieron un apretón de manos.
—Siéntate, papá.
El hombre se sentó a la mesa y dirigió su vista indistintamente a la pareja sin atreverse a preguntar nada.
—Le he prometido a Eve que vendré todos los días a visitarla hasta que le den el alta. Espero que Usted no lo desapruebe. Manuel observo a Hugh con seriedad durante unos instantes. Después, contestó lacónicamente y con voz apenas perceptible:
—No. Desde luego que no. Eve siempre ha sabido escoger muy bien sus amistades.
—¿Ya te han entregado los resultados de la prueba? —preguntó Eve a su padre.
—Supongo que los recibiré el lunes o el martes.
¿Qué podría haber contestado Manuel a su hija? ¿Que tenía los resultados de la aspiración en su mesa desde el jueves a media mañana? ¿Qué no había tratamiento efectivo alguno para su enfermedad y que su horizonte de vida no superaría con suerte los tres o cuatro meses? No estaba preparado para mentir a su hija ni tampoco para decirle la verdad. No estaba preparado para asumir la pérdida del ser que más amaba. ¿Cómo decírselo a su hija? ¿Debía ocultarle el diagnóstico mientras su salud no empeorase y retrasar así el conocimiento de lo que la aguardaba? De nada serviría callar y menos aún darle falsas esperanzas; tan pronto pronunciara el nombre de su enfermedad Eve consultaría la misma en internet a través de su portátil y conocería cuál sería su final con toda esa clase de detalles escabrosos expuestos con la parca frialdad que acompaña la redacción de cualquier caso clínico. Ordenar sus ideas durante el fin de semana sólo era una excusa para retrasar enfrentarse a ese momento en el que tendría que mirar cara a cara a su hija para darle la peor noticia que podría recibir. No había pensamientos que ordenar, no había lugar donde esconderse, al que huir. Su hija iba a morir y él no podría hacer nada por evitarlo.

***

Cuando Hugh entró en la habitación vio el portátil de Eve abierto sobre sus rodillas; un brillo húmedo alrededor de los ojos enrojecidos de la chica evidenciaba que había estado llorando. Hugh besó en ambas mejillas a Eve, que esa mañana presentaba un aspecto claramente desmejorado, y preguntó con manifiesta preocupación mientras aproximaba la butaca lo más cerca posible a la joven y se sentaba frente a ella:
—¿Qué sucede?
Eve, que miró hacia el hombre con tal tristeza que lo hizo estremecer, tendió su ordenador portátil a Hugh para que éste tuviera acceso a la pantalla.
—Si vas a plantearme uno de esos problemas en los que hay que calcular dónde se cruzan dos trenes que salen a diferentes velocidades de dos pueblos situados vete a saber dónde, te aviso que siempre he sido un desastre en matemáticas —dijo tratando de aparentar jovialidad sin conseguirlo.
Hugh empezó a leer el artículo que se mostraba en la pantalla del portátil. La compañera de Eve entró en ese momento en la habitación empujando un porta suero del cual pendía una bolsa de solución salina cuyo tubo de plástico se conectaba a su brazo derecho a través de una vía sujeta por varios esparadrapos de color blanco. La mujer saludó a Hugh y éste le devolvió el saludo prosaicamente y sin levantar apenas la vista del ordenador.
—¿Ha sido tu padre quien te ha informado que padeces esta enfermedad? —preguntó el hombre en voz baja para evitar en lo posible que la persona que acababa de entrar lo oyera.
—Consulté en internet la prueba que me hicieron y sólo se realiza para confirmar o descartar la presencia de amiloides en los órganos —dijo señalando la pantalla de su portátil—. A mi padre no le quedó más remedio que decirme la verdad. Me van a hacer muchas pruebas y un montón de cosas… absolutamente inútiles. He leído que una vez que la enfermedad afecta al corazón la esperanza de vida es de apenas unos pocos meses. Y yo llevo sufriendo taquicardias y arritmias desde hace un par de semanas, además de otros síntomas inespecíficos que no he querido comentar a mi padre para no preocuparlo y que también se relacionan con esta enfermedad.
—Deberías haberlo hecho, Eve. Contarle a tu padre todos los síntomas.
—Preferiría no hablar de eso ahora mismo, Hugh. No resulta agradable. Además, apenas he podido dormir esta noche.
Hugh centró de nuevo su atención en la pantalla del portátil y releyó el artículo con aire reflexivo y grave.
—Creo que tu Nastassja Kinski particular no te va a durar mucho.
El hombre se quedó mirando a Eve muy quieto escuchando los golpes secos de la pena intentando abrirse hueco entre los pliegues de su alma, le devolvió el portátil, se excusó y salió de la habitación a toda prisa buscando un lugar donde su pesar no estallara frente a los ojos celestes de aquella preciosa chica pecosa de ademanes delicados que lo era todo para él. Las limpiadoras del hospital estaban pasando la fregona a los servicios y no pudo acceder a los mismos. Hugh se derrumbó en el pasillo, a escasos metros de la habitación que ocupaba Eve; sus ojos se anegaron en lágrimas que no lograba contener pese a sus intentos por mantener la compostura y que trataba inútilmente de enjugar con las mangas de su camisa azul marino, como el color de sus ojos por los que la aflicción se derramaba hacia sus labios con regusto salobre. Tan afectado estaba en aquel momento que no se percató de que el padre de Eve se dirigía hacia él. Manuel se detuvo junto a Hugh, que se mantenía en pie a duras penas apoyado como un vagabundo triste en la pared del pasillo e intentó decirle algo, pero no supo cómo enfocar la conversación o no logró encontrar las palabras adecuadas. Finalmente, tocando apenas el brazo de Hugh para trasmitir calidez a sus palabras, dijo en actitud profesional:
—Haremos todo lo que esté de nuestra mano por nuestra pequeña Eve.
—Lo sé —dijo Hugh entrecortadamente y con un hilo de voz.
Manuel realizó una profunda inspiración, como si llenar sus pulmones de aire le hiciera más fácil enfrentarse a lo que se le avecinaba, y se encaminó con pasos decididos hacia el interior de la habitación donde se encontraba su hija.
—¿¡Cómo está mi ángel hoy!? -la voz de Manuel resonó con tal énfasis en el pasillo que más que una pregunta parecía una exclamación.

***

Afortunadamente, Eve nunca le preguntó qué sentía por ella pese a que hubo infinidad de momentos en los que intuyó que estuvo a punto de hacerlo. De haberlo hecho sólo podría haberle dado una respuesta. Hugh no buscaba nada, no pretendía nada, no esperaba nada; simplemente, estar con Eve lo hacía feliz. Y él sentía que ella lo era en su presencia. Estuviesen conversando animadamente o en el más absoluto silencio, animados o tristes, cerca o lejos —todo lo lejos que pudieran encontrarse cuando la procesión de médicos encabezada por su padre efectuaba la visita diaria de rigor y Hugh se veía obligado a abandonar la habitación o mientras realizaban a Eve alguna maniobra que no le devolvería la salud, pero la permitiría tragar o respirar mejor— aquella chica de veintidós años cuya vitalidad mermaba cada día y su rostro se iba convirtiendo en una horrible máscara ojerosa de máculas purpúreas era para él toda su vida. Imaginarse sin ella le causaba un dolor tan intenso que a veces no le quedaba otro remedio que salir de la habitación con la excusa de ir al baño y encerrarse a toda prisa en uno de los aseos públicos con los que contaba la planta para poder verter a raudales todas esas lágrimas que le quemaban los ojos sin que Eve alcanzara a percibir su pena. Y así, día tras día, semana tras semana, hasta que llegó el desenlace. Aquel último día se sucedieron los acontecimientos de una forma extraña. Manuel se encontraba sentado al borde de la cama asiendo a su hija de la mano cuando de pronto se desplomó sobre su cuerpo, exhausto. Hugh llamó apresuradamente a las enfermeras y entre éstas y dos celadores recogieron al hombre, cuyo rostro se encontraba pálido como el mármol, lo tendieron sobre una camilla y lo bajaron a urgencias sin dilación. Hugh se aproximó hacia la cama y asió con fuerza la mano de Eve, cuyo final estaba próximo. Quería despedirse de ella, pero por absurdo que pareciese, no sabía cómo. Hugh aproximó sus labios al oído de Eve y pronunció dos o tres palabras muy bajito, las únicas que podía expresar con absoluta sinceridad. La diferencia de edad entre ambos ya no importaba, no suponía una barrera, no tenía ningún sentido, no significaba nada. Eve levanto su mirada vidriosa y agotada y susurró con extrema debilidad:
—Yo también, Hugh.
La chica cerró los ojos y se fue apagando lentamente hasta que, cuarenta minutos después y aún asida de su mano, dejó de existir. Hugh recordaba aquellos dramáticos momentos frente al columbario donde reposaban los restos de Eve. Había pasado exactamente un año desde aquel fatídico día y para él era como si el tiempo no hubiese transcurrido, como si su vida se hubiese detenido tras aquel instante horrible que se repetía una y otra vez en su soledad de hombre fracasado cuyas lágrimas, a veces ebrio, desgranaba de camino a casa. Distribuyó las flores que llevaba consigo en los recipientes de latón ubicados frente a la lápida y retrocedió sobre sus pasos para tener una perspectiva amplia de la misma; al hacerlo notó una presencia y se volvió. Manuel, que lo observaba con aire grave y reservado, se aproximó hacia él y como si algo o alguien hubiese guiado los movimientos de ambos hombres, se estrecharon al unísono en un firme y sentido abrazo. Hubiese querido Hugh a su hija como un padre, como un amante o como un buen amigo, Eve murió asida de la mano de aquel hombre que la amaba como ningún otro hubiese podido hacerlo jamás.

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