Era la segunda vez que le sucedía en dos meses. Pero en esta
ocasión no había duda. La escena del accidente era la misma con la que había
soñado la noche anterior. El modelo de automóvil, las personas que viajaban
en su interior, las ambulancias, los tres coches de policía, la gente arremolinada
entorno al accidente, el semáforo caído, el cruce de la calle con la avenida
e incluso el punto de vista desde el que, como testigo, presenció el terrible
impacto y el desarrollo de los acontecimientos posteriores.
El primer sueño lúcido fue distinto, aunque no por su simplicidad le dejó
de inquietar. Se encontraba bajando las escaleras de su edificio porque
el ascensor había dejado de funcionar. Al llegar al rellano del segundo
piso se cruzó con Don Alfonso, el vecino entrado en años del tercero que
subía peldaño a peldaño la escalera entre jadeos; tras detenerse junto a
él y tomar aire, le preguntó con evidente preocupación si había presenciado
el espantoso accidente que acababa de suceder en la avenida, pero antes
de que pudiera contestar dio un traspié en un escalón y al asirse al pasamanos
para no caer escaleras abajo, ni tirar al suelo a Don Alfonso, se despertó
súbitamente.
Llevaba tres meses cuestionándose cómo era posible que aquellos dos sueños
se hubiesen hecho realidad. ¿De no haber despertado en el primer sueño hubiese
acabado cayendo por las escaleras? ¿Se habría despertado después de golpearse
contra el suelo? ¿El sueño se hubiese prolongado para siempre hasta no despertar
o simplemente podía percibir retazos del futuro en estado onírico mientras
su cuerpo descansaba? ¿Cómo era posible que aquel vecino con el que se cruzó
en la escalera tuviera conocimiento del accidente en el sueño? Y si aquel
sujeto era sólo una recreación de su mente, ¿por qué se cruzó en el mismo
punto de la escalera tres o cuatro días después con Don Alfonso, comportándose
éste exactamente igual que en su proyección onírica? ¿Por qué en este encuentro
no sufrió ningún traspiés ni tuvo necesidad de agarrarse al pasamanos y
ambos pudieron intercambiar hasta el más mínimo detalle del accidente? ¿Se
trataba únicamente de visiones a medias, de retazos incompletos de un porvenir
no escrito que era posible modificar de alguna?
Su padre, que no era precisamente proclive al misticismo ni a las creencias
religiosas, le comentó poco después de que su madre falleciera que tenía
la certeza de que la reencarnación era una realidad, pero no como un devenir
cíclico en diferentes momentos del tiempo y circunstancias, sino como un
proceso fractal en el que los sucesos estaban determinados a repetirse una
y otra vez hasta quedar reducidos, en un futuro inabarcable para la mente
humana, a la nada, en un ciclo de eterna reiteración sin fin alguno. Cada
vida, según él, se repetía un innumerable número de veces en lo que él llamaba
el castigo de Sísifo. La muerte y el nacimiento se enlazaban en cada ser
para vivir las mismas experiencias en los mismos lugares, con similares
identidades y con las mismas personas que en las existencias anteriores.
El pasado pertenecía a la historia que vivieron otros una y otra vez; lo
que no se viviría formaba parte del futuro que otros habían ya vivido y
repetirían tras la muerte al igual que la vida del que vivía en su presente.
Su padre aclaró que se refería tanto a los cuerpos y sus fisonomías como
a los acontecimientos y los lugares en los que sus vidas transcurrían. Que
un hombre no sólo siempre nacería y moriría siendo un hombre sino que siempre
nacería siendo el mismo para vivir los mismos hechos junto a las mismas
personas hasta que, como una película que de tanto proyectarse acabara velada,
no quedara rastro de ninguna existencia anterior y la entropía del universo
aniquilase ese alma. Se mofaba abiertamente de los reencarnacionistas de
la llamada Nueva Era y de sus manidos postulados que hacían del supuesto
desarrollo de las almas durante el transcurso de sus vidas la razón del
renacimiento en este mundo para vivir otra vida nueva o, a falta de dicho
desarrollo, la muerte definitiva del ego. El planteamiento de su padre,
sin embargo, no daba opción a nuevas vidas, a otras oportunidades en diferentes
cuerpos y escenarios, a otros futuros. Todo quedaba reducido a una existencia
cíclica de la que ni siquiera cada ser es consciente debido a la extinción
de la memoria con la muerte. Un futuro incoherente y desesperanzador que
se asemejaba a una suerte de eterno presente en un universo descarnado e
infinitamente cruel.
Ni aunque la demencia senil hubiera pasado de puntillas por la mente de
su padre durante sus últimos meses de vida hubiese aceptado semejante desatino
por mucho que su capacidad de discurso se mantuviera relativamente intacta
hasta pocas semanas antes de su fallecimiento. Aquella idea, allá por donde
se encarase, le resultaba simplemente absurda, aunque no dejaba de inquietarle
la insistencia con la que su padre defendía tan descabellados postulados.
Quizá no le prestó la suficiente atención mientras hablaba y alguna vez
se lo dijo, pero no acertaba a recordar en qué basaba esas hipótesis disparatas
que acabó asumiendo como dogmas. ¿Fueron ideas propias o las dio forma tras
leer un libro de algún autor iluminado mientras la enfermedad mermaba poco
a poco su cordura? ¿Fue tal vez su hermano, que sobrevivió a una muerte
clínica, quién le contó alguna experiencia que él malinterpretó? ¿O realmente
vivió lo inefable y quedó tan abrumado que necesitó relatar a su hermano
aquella supuesta experiencia? Y si fue así, ¿no se trataría de una visión
de pesadilla causada por la falta de oxígeno cuando el corazón dejó de latirle
y se paró?
No se habían vuelto a repetir los sueños premonitorios durante los seis
meses posteriores y concluyó que aquellas dos ensoñaciones que tan grabadas
habían quedado en su memoria podrían haber sido simples premoniciones, sin
tener muy claro en su intelecto qué velada verdad podría esconderse tras
ese término de uso habitual en las ciencias psíquicas y ocultas y que realmente
tan poco aclaraba, por no decir nada. Ciertamente, y aunque esa pudiera
ser la explicación, aquella noche se acostó con miedo, dejando la luz de
la mesilla de noche encendida como cuando era un niño. Si su mujer, cuyo
retrato observó durante unos instantes, aún viviera tendría al menos compañía
y podría entrar en el sueño con mayor serenidad. Pero su cabeza no hacía
otra cosa que dar vueltas. Si su padre hubiera planteado una hipótesis acertada,
por muy absurda que ésta pareciese, quizá ahora estaría conociendo de nuevo
a su madre en aquel colegio al que fue trasladado nada más terminar la carrera
de magisterio e invitándola a salir. Tal vez estarían casándose, o concibiéndole
en la intimidad de aquella casa humilde que, a duras penas y no sin estrecheces
económicas, lograron adquirir y hacer suya a base de vivencias y recuerdos.
Quizá estuviese en el entierro de su madre intentando mantener la compostura
o escuchando aquellas duras palabas del médico cuando le aconsejó despedirse
de su mujer para sedarla y evitarle la agonía.
Se despertó aquella mañana, lluviosa y fría, como si hubiese dormido una
eternidad, sin recordar cuál fue el último pensamiento que le condujo al
sueño. Nada más levantarse se dirigió a la cocina, que olía a café recién
hecho y pan tostado. Su madre le había untado mantequilla en las tostadas
que había dorado directamente sobre unos de los fuegos de la cocina. Y,
como hacía siempre, le dio un beso en la mejilla y los buenos días.