La farola iluminaba de ambarino la esquina en la que se encontraba
el café, así como una ostentosa berlina oscura de gama alta estacionada
frente al amplio ventanal del local; en su interior, bañado por una suave
penumbra que invitaba a la melancolía, y a resguardo de la incipiente nevada,
el único cliente con el que aún contaba el establecimiento, un atractivo
sujeto de mediana edad que vestía una refinada americana sin corbata, movía
lentamente en círculos su vaso de whisky sin levantar la vista de la mesa
frente a la que se hallaba sentado. El hombre alzó la mirada y contempló
con seriedad la desierta callejuela a través del frío vidrio del ventanal...
La conoció en la barra del bar de aquel magnífico hotel en el que ella se
hospedaba. Fue una conversación de no más de veinte minutos que se le hizo
extraordinariamente corta y que acabó en un almuerzo en su compañía; le
cautivaron sus modales, su delicadeza en el vestir y su exquisita y equilibrada
belleza, dorada por su cabello con mechas cayéndole a ambos lados de la
cara y azul celeste por el color de sus pupilas transparentes que lo miraban
con franqueza. Quedaron citados frente a la puerta del hotel a eso de las
ocho. Cuando detuvo su pequeño descapotable de los ochenta junto a ella,
le obsequió con una preciosa sonrisa y, tras una cautivadora mirada de complicidad,
subió al automóvil procurando que la falda de su vestido negro no quedara
atrapada por la puerta del vehículo. Antes de que la noche convirtiera los
rascacielos en innumerables puntos de luz y las avenidas en ríos de diminutas
luminarias en ordenado movimiento, subieron a la esquina de la azotea de
ese hotel ubicado en el cincuenta de Bowery, al recoleto rincón desde el
que tantas veces había observado germinar amores ajenos, y que a esas tempranas
horas del atardecer aún era bañado por una suave música sin estridencias.
La noche fue un continuo cruce de miradas, de roces, de amagos, de un conocerse
contando medias verdades que apenas importaban porque la única certeza era
el deseo de estar juntos. Tantas veces como se imaginó aproximándose a ella
para besarla se contuvo, no sólo porque el final de su estancia era inminente,
también era consciente que tras el deseo de aquella mujer de ser amada se
escondía un entramado de relaciones y compromisos forjados a lo largo de
una vida que con su marcha deberían ser rehechos. Se despidió de él en la
puerta de su hotel con un beso dulce en la mejilla y un «gracias por esta
noche inolvidable» que pronunció con aire grave mirándolo abiertamente a
los ojos.
Circunspecto, bajó la vista hacia su vaso de whisky, lo apuró de un sorbo
y, tras abandonar el bar, se dirigió hacia su lujoso automóvil cubriéndose
con la chaqueta de la nevada, que había arreciado como la soledad ante una
sentida ausencia.