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Dos Autores - Textos breves

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La casa vacía

La casa vacía

Relato breve de Luis de la Fuente
Escrito en el año 2008

En la sala, iluminada por la luz de una farola que entra desde la calle a través de los dos balcones con los que cuenta la estancia, cuyos cristales la suciedad ha formado una pátina gris parduzca que no se ha limpiado en años, reina un silencio tan abrumador que se diría no pertenecer a este mundo, como si el tiempo y el espacio fueran otros o el reloj se hubiese detenido en el último tercio del siglo pasado. Los únicos muebles con los que cuenta la habitación son siete viejas sillas de madera dispuestas en un amplio semicírculo entorno a un centro imaginario hacia el cual parecen estar enfrentadas. En la pared del fondo de la estancia, ligeramente desplazada hacia la derecha, se encuentra la puerta de acceso a la habitación, desde la cual se barrunta lo que podría ser un pasillo. Alguien introduce la llave en la cerradura de la puerta de la vivienda, cierra ésta tras acceder a la casa y avanza con lentitud y torpeza hacia el salón. Un anciano espigado que habrá cumplido con creces los ochenta accede a la sala. Calza unas zapatillas de franela que arrastra al caminar y viste un pijama que cubre una bata corta anudada a la cintura. En su rostro se aprecian los estragos causados por algún tipo de demencia cognitiva en estado avanzado. El hombre se detiene frente a las sillas dispuestas en semicírculo y observa éstas con expresión vacía; algo desorientado, se aproxima hacia uno de los balcones, dirige una inexpresiva mirada al exterior y se sienta posteriormente en la silla que tiene más próxima. Tras unos instantes durante los cuales el anciano no hace otra cosa que mirar a su alrededor con cierto desasosiego, se levanta, avanza unos pocos pasos y se sienta en la silla situada justo enfrente, la que se encuentra más próxima a la pared derecha de la sala y la última que conforma el semicírculo por uno de sus extremos. El hombre recorre con la mirada las sillas que tiene frente a sí y luego baja la vista hacia sus zapatillas. Una mujer también anciana, pero ligeramente más joven que el hombre que ahora se encuentra en el salón, entra en la casa utilizando su llave. La mujer accede a la estancia y se aproxima hacia una de las sillas, junto a la que queda de pie mirando al anciano con fijeza, que no parece ser consciente de la presencia de la mujer. Si bien ésta no puede ocultar su procedencia humilde, viste de calle y con la dignidad propia de una persona con cierta cultura. El hombre alza la vista y observa a la mujer con expresión vacía.
—¿Por qué me miras así? ¿Es que no sabes quién soy? —pregunta la mujer.
El anciano no hace el menor gesto.
—¡Luis, te estoy hablando! —Victoria insiste, alzando el tono de voz y con cierto enfado que no trata de disimular— ¡Desde luego esto es el colmo! —dice airada—. ¿Es que no recuerdas nada?
Luis continúa mirándola sin pronunciar palabra.
—Soy Victoria, tu mujer. ¡No creo que cuarenta y nueve años puedan olvidarse tan fácilmente!
Luis baja la mirada hacia sus zapatillas sin prestar atención a su mujer. Victoria resopla, indignada, deja su bolso y su abrigo en la silla que ha escogido aparentemente al azar, separada de la de su marido por dos sillas aún vacías, y sale del salón con paso firme. Entra en la cocina, rebusca en algún tipo de alacena y coge un vaso con la intención de llenarlo de agua.
—¡Madre mía, qué locura! —exclama alzando la voz—. ¡Casi cincuenta años junto a este hombre y no sabe quién soy!
La mujer tira el agua contenida en el vaso al fregadero de mala gana.
—¡Qué asco! ¡Si hasta el vaso tiene bichos! —ha pronunciado estas dos frases con manifiesta repugnancia. Victoria entra de nuevo en el salón, se sienta en la silla en la que había dejado el bolso y el abrigo, y coloca ambos sobre sus rodillas sin demasiados miramientos. La mujer mira a su alrededor con disgusto.
—¡Hay que ver cómo está la casa! ¡Cómo la dejé yo y cómo está ahora! —hablando para sí en voz alta para que su marido la oiga mientras recorre con la vista la habitación— ¡Está todo que da asco! ¡Hasta los cristales están llenos de mugre!
La mujer observa en silencio a Luis durante unos instantes.
—¿De verdad que no me conoces? —en tono más mesurado, pero sin lograr evitar manifestar su desazón.
Luis, que se encontraba mirando hacia una esquina de la habitación, centra su atención en Victoria, pero no dice nada. Victoria, cuya paciencia se ha visto desbordada, se levanta de la silla dispuesta a ponerse el abrigo.
—¡Esto es absurdo, no debería haber venido!
El ruido de la cerradura de la puerta de la vivienda llama la atención a Victoria, que dirige su vista hacia la puerta del salón mientras comienza a abotonarse el abrigo. Una mujer que aparenta unos sesenta y cinco años de edad, vestida con suma sencillez y sin ninguna prenda de abrigo, accede a la estancia. Victoria la saluda con naturalidad:
—¡Hola, Antonia!, ¿viene a cobrar el recibo?
—No, venía a ver si necesitaban más sillas —responde Antonia.
—¿Más sillas? —pregunta sorprendida—. Si sólo estamos mi marido y yo.
—Buenas tardes, Luis, ¿le traigo algo? —pregunta Antonia, servicial.
Luis levanta el rostro hacia Antonia apenas un instante y luego vuelve la vista hacia el otro lado del salón, totalmente ausente.
—¿Se marcha Usted? —pregunta Antonia a Victoria, extrañada.
—¿Y qué voy a hacer aquí?
—Deben estar a punto de llegar los demás.
—¿Los demás? —pregunta sin acertar a comprender—. ¿Quiénes?
—No lo sé, señora, me dijeron que pusiera siete sillas.
Victoria dirige una recelosa mirada hacia las sillas dispuestas en semicírculo en mitad de la habitación.
—Debería quedarse, Victoria -aconseja Antonia.
Victoria, que no puede evitar que se esboce en su rostro un gesto de disgusto, vuelve a quitarse a regañadientes el abrigo. Antonia, entretanto, se aproxima hacia Luis.
—¿Qué tal, Luis, cómo se encuentra?
Luis hace un gesto de resignación que acompaña con un movimiento de la mano para indicar que se encuentra solamente regular.
—¿Y eso? ¿Qué le pasa?
Luis, que no alcanza a expresarse verbalmente, se limita a levantar los hombros con resignación. Victoria, que acaba de sentarse en la misma silla que lo hizo anteriormente, invita a Antonia a tomar asiento a su diestra.
—¡Siéntese, Antonia!
—No, señora, no debería quedarme.
—¡Siéntese un rato conmigo, haga el favor!
Antonia, que no se hace mucho de rogar, se sienta junto a Victoria en actitud recatada.
—¿Cómo está su marido? —pregunta Victoria, incomodada por el silencio en el que ha quedado sumida la sala.
—Bien.
—Lo operaron del estómago, ¿no?
—No, al final no lo operaron. Le cambiaron la medicación y ahora está mucho mejor. Pero de eso hace ya mucho. ¿Y Usted qué tal quedó de las cataratas?
—Pues no muy bien. Si llego a saberlo no me opero. No hago más que lagrimear por este ojo —se señala su ojo izquierdo—. Y por el otro ojo no veo apenas nada. Y menos mal que con el aparato del oído me defiendo, si no me hubiese quedado sorda como una tapia.
—Pero por un oído sí que oye, ¿no, Victoria?
—Por el derecho oigo un poco mejor, pero vamos, tampoco es para dar saltos de alegría.
El silencio vuelve a cubrir la habitación.
—¿Quién le ha dicho que pusiera las sillas? —pregunta Victoria.
—Su hijo —responde Antonia tras unos instantes de vacilación—. Me dijo que pusiera siete sillas.
—¿Mi hijo? —pregunta retóricamente, incomodada— ¿Y por qué no me lo ha dicho Usted antes?
—No quería que se preocupara.
—¿Y por qué tendría que preocuparme?
—No lo sé, señora —responde Antonia tratando de mantenerse al margen de las rencillas familiares.
—¿Y también le indicó que pusiera las sillas en semicírculo? —pregunta Victoria.
—No, imagino que de eso se encargaría su hijo.
El silencio vuelve a apoderarse incómodamente de la estancia. Pese a no haberse oído el sonido de ninguna cerradura, un hombre de edad avanzada vestido con ropas de calle y cuyos rasgos guardan cierto aire de familia con Victoria, se asoma al salón desde la puerta de éste sin atreverse a entrar. Victoria y Antonia dirigen la mirada hacia la puerta de la estancia.
—¡Hola, hermana y compañía! —con afabilidad y rebosante de energía pese a su edad.
—¡Pasa, pasa, Angel, no te quedes ahí!
Angel se aproxima hacia Victoria, que hace intención de levantarse.
—No, deja, deja, no te levantes.
—¿Cómo estáis? —pregunta Angel a su hermana mientras se inclina hacia ella para darle un par de besos.
—¡Pues ya nos ves, mal! —ha contestado señalando a Luis con la mirada.
Angel se aproxima a Luis y le pone afectuosamente una mano sobre su hombro para llamar su atención.
—¿Cómo estamos, Luis?
Luis, que dirige su vista hacia Angel, se limita a hacer una mueca de resignación con la cara.
—¿Sabes quién soy? Soy Angel, el hermano de Victoria, tu cuñado.
Luis niega con la cabeza como si no fuera capaz de comprender. Angel se aproxima de nuevo hacia el lugar que ocupan las dos mujeres. Victoria hace las presentaciones:
—Esta señora es Antonia, la portera.
Angel tiende la mano a Antonia y la saluda.
—Encantado.
—Buenas tardes —contesta Antonia a Angel tendiéndole la mano con decoro.
Angel se dirige hacia uno de los balcones con los que cuenta el salón y, tras observar la calle a través de los cristales llenos de suciedad, exclama:
—¡Qué bárbaro! ¡El barrio está desconocido! ¡Qué pena que cerrasen la tienda de caramelos! ¡Con lo que me gustaba comprarles a mis hijos golosinas cuando veníamos a verte!
—Ha cambiado mucho —matiza Victoria sin apenas volverse hacia su hermano.
—Tu hijo insistió mucho en que viniera, pero no creo que sirva para nada —dice Angel tras un silencio, sin dejar de mirar por el balcón.
—Mi hijo nunca ha estado bien de la cabeza. Se parece a su padre.
—¡Y quién está bien del todo, Victoria!
Luis se levanta con dificultad y comienza a caminar arrastrando los pies hacia la puerta del salón.
—¡Adónde vas! ¡A ver si te vas a caer! —exclama Victoria imperativa y a voz en grito.
Luis hace caso omiso al grito que le ha dado su mujer. Angel se aparta del balcón y se aproxima hacia la silla vacía que se encuentra a la derecha de la que ocupa Antonia.
—¡Cómo va a caerse si ha llegado hasta aquí él solito! —dice Angel.
Victoria, que no desea perder los estribos ante la presencia de Antonia, no replica a su hermano. Luis sale de la estancia y se pierde de vista tras la pared que separa el salón del pasillo.
—¡Qué mayores estamos todos, Victoria! —exclama Angel sentándose en la silla situada junto a la de Antonia.
—A ti se te ve muy bien.
—Lo mismo estoy rejuveneciendo, hermana.
—¡No seas sarcástico!
—¿Cuánto tiempo lleva Luis así?
—¿Mal de la azotea?
—¡Mujer, es muy mayor, qué quieres!
—Todos somos mayores y no vamos por ahí haciéndonos nuestras necesidades encima o por los rincones. ¡Ya verás ahora cuando entre cómo viene!
—Luis está enfermo, Victoria. Nos podría haber sucedido a cualquiera de los que estamos aquí.
—¡Sí, pero yo he tenido que padecerlo! —se ha expresado con gran resentimiento.
Angel va a decir algo, pero, prudente, se contiene.
—¿Cómo está Sole? —pregunta Victoria a Angel.
—¡Ahí anda! Con sus achaques. Pero bien.
—Os quedó una buena jubilación ¿no?
—Se acostumbra uno a gastar en función de lo que tiene. A la tía sí que le debió quedar una buena pensión.
—¡Que te lo has creído! ¡A ver si te piensas que antes era como ahora!
—Era la mujer de un fiscal, ¿no? Supongo que hubiera cobrado menos si su marido hubiese sido un pintor de brocha gorda como yo.
—¿Qué pretendes decir? ¿Que estábamos viviendo a costa de la pensión de mi tía!
—¡No, mujer, no! ¡Todo lo malinterpretas, Victoria! ¡No se te puede decir nada!
—¡Pues a mí me ha sonado a eso!
Un tenso silencio vuelve a cubrir la estancia. Luis, que tiene el pantalón del pijama y las zapatillas mojados por su propia orina, entra en el salón y se dispone a sentarse de nuevo en su silla; Antonia, Victoria y Angel siguen su recorrido con la mirada. Victoria, descompuesta, se lleva una mano a la cara, asqueada. Antonia se inclina un poco hacia Victoria y le dice en voz baja:
—Victoria, si quiere bajo un momento a casa y busco unas zapatillas y un pijama limpio de mi marido.
—Déjelo, Antonia, es igual.
—No me cuesta ningún trabajo. Bajo a la portería en un momento.
—No, a ver si va a venir mi hijo y no va a estar Usted aquí.
—¡Pero cómo se va a quedar Luis así, Victoria! —exclama Angel, indignado.
Luis se sienta de nuevo en la silla que había ocupado anteriormente.
—Tan pronto como se le cambie se va a volver a manchar —comenta Victoria sin mostrar el mínimo gesto de empatía hacia su marido.
—¡Pues se le vuelve a cambiar otra vez! ¡Ahora mismo Luis es como un niño, Victoria!
—¡Cómo se nota que no vives aquí! Se quita los pañales y se lo hace encima o te deja la mierda sobre una mesa. Se la coge del culo con las manos según caga y te la planta en lo primero que encuentra. ¡Qué te crees! ¡Menuda odisea hemos pasado!
—¿Qué es de Paquito? —pregunta Angel a su hermana tratando de dar un giro a la conversación.
—¿No has hablado tú con él?
—Por encima, pero hace tanto tiempo que no lo veo... —lo piensa—. Por lo menos... —no acaba de tenerlo claro—. No sé, mucho. ¿Cómo le va?
—¡Pues ya sabes, no hace nada!
—¿Cómo que no hace nada? —pregunta Angel extrañado.
—¡Nada! Va de aquí para allá, pero no hace nada. No tiene oficio ni beneficio. No sé qué va a ser de él cuando le faltemos nosotros. ¡Mira que le dije que estudiara!
—Pensaba que se había casado.
—¿Casado? —pregunta Victoria retóricamente y con tono despectivo— ¡Qué va! Ahora está todo el día en casa. Dejó el trabajo de repartidor que le ofreció el padre de un compañero del colegio. ¡Ya ves tú! ¡Está la vida como para ir dejando trabajos!
—Pues parecía estar contento.
—Lleva sin darme un beso... ¡Ni me acuerdo!
—¿Y eso?
—¡Yo qué sé! Sólo quiere a su padre.
—Mujer, no digas eso.
—¿Que no diga eso? ¡Pero si es la pura verdad! Ultimamente ni me mira. Como si no existiera.
—Victoria me dijo que quería ingresarlos en una residencia —dice Antonia a Angel interrumpiendo la conversación entre ambos hermanos y bajando la voz como si se tratara de un secreto inconfesable.
—¡Pues no sería para quedarse con el piso! —con sorna—. ¿No me dijiste en cierta ocasión que tu hijo no tenía derecho a subrogación?
—¿Tú crees, Angel, que un buen hijo haría eso con sus padres? ¿Arrinconarlos en una residencia como si no tuvieran casa propia? ¡Eso no lo hace un buen hijo!
—Mujer, no sé qué decirte, tal y como está tu marido necesitáis mucha ayuda. Claro que si tu hijo no tiene derecho a subrogación y tampoco tiene trabajo, ¿qué va a hacer?
—¿A mí me lo preguntas?
La atención de Antonia, Victoria y Angel se dirige hacia la puerta del salón. Una mujer mayor, de la misma edad que Angel y Victoria, accede a la estancia. Cómo ha podido entrar en la casa es un misterio. La mujer, afable, sonríe abiertamente a Angel nada más verlo.
—¡Hombre, Angel! ¡Qué alegría! ¿Qué haces tú por aquí?
—¡Pues ya ves, prima, de cháchara!
Angel se levanta con júbilo y da un par de besos a su prima. Victoria hace lo propio, saludando también con idéntico gesto a su familiar:
—Hola, Carmen.
—Te veo muy bien —dice Carmen a su prima.
—¡Sí, estupenda, ya me ves! —exclama con ironía.
—Pues sí, Victoria, la verdad es que te veo muy bien.
Antes de que Carmen pueda preguntar nada, Antonia se pone en pie.
—Soy Antonia, la portera —presentándose.
—Encantada.
Ambas mujeres se saludan dándose la mano.
—¡Ya decía yo que me sonaba su cara! —dice Carmen.
Mientras Antonia, Victoria y Angel se sientan, Carmen se aproxima hacia Luis para saludarlo.
—Hola, Luis, ¿cómo estás?
Luis alza la vista hacia Carmen y la mira como si se tratase de un bicho raro o no la reconociera. Carmen observa los pantalones del pijama mojados de Luis.
—Se acaba de orinar encima -aclara Victoria tratando de excusarse.
Carmen, que apenas se vuelve hacia Victoria, centra de nuevo su atención en su cuñado.
—¿No sabes quién soy? Soy Carmen, la prima de Victoria.
El anciano niega con la cabeza para manifestar a Carmen que no entiende lo que le está diciendo; ésta, comprensiva, se agacha para darle un par de besos, tras lo cual dirige sus pasos hacia una de las sillas vacías.
—Siéntate donde quieras —dice Victoria adelantándose a los movimientos de su prima.
Carmen se dispone a quitarse el abrigo. La portera, servicial, se levanta para ayudarla.
—¡Deje, deje, no se moleste!
—No es ninguna molestia, por Dios —dice Antonia mientras ayuda a Carmen a quitarse el abrigo.
Antonia entrega el abrigo a Carmen y se sienta de nuevo; Carmen toma asiento en la silla que se ubica a la izquierda de Victoria y coloca el abrigo sobre sus piernas.
—¿Qué tal tu mujer? —pregunta Carmen a Angel en tono afable.
—Dando guerra.
—Tu hijo pequeño se casó, ¿no?
—¡Madre mía! ¡Pues no hace tiempo de eso ni nada! ¿Qué tal Félix?
—Bien —contesta Carmen— Con su filatelia. Ya sabes que eso lo entretiene.
—¿Y tu hija?
—En París. Tiene una niña. ¡Bueno, niña, es ya una mujer casada!
Carmen dirige su vista hacia la silla vacía que tiene a su izquierda y luego hacia la silla sin ocupar situada a la derecha de Angel.
—Aparte de tu hijo, ¿quién más falta por venir? —pregunta Carmen a su prima.
—No lo sé. Ni siquiera sabía que ibais a venir vosotros. Y tampoco sé qué hacemos aquí —contesta Victoria malhumorada.
—Mujer, todo tiene una razón —comprensiva.
—¡Una razón! ¿Tú crees? —quejándose.
—Tu hijo no es tonto, Victoria.
—¡No, desde luego! ¡De tonto no tiene un pelo! Pero esto está fuera de lugar.
—Victoria, las cosas suceden cuando tienen que suceder.
Victoria niega con la cabeza reiteradamente para manifestar su disgusto y se levanta, dejando el abrigo y el bolso sobre el asiento de la silla.
—Voy un momento al servicio.
La mujer sale de la estancia. Se escucha desde la estancia cómo se aleja del salón, abre la puerta de alguna habitación y enciende la luz de la misma, que arrebata al pasillo la lóbrega oscuridad en la que se hallaba sumido. Victoria grita llena de indignación:
—¡Pero, bueno, esto qué es! ¡Este hombre está loco! ¡Qué barbaridad! ¡Esto es una porquería! ¡Está lleno de mierda! ¡Qué asco! ¡A ver si te mueres ya y me dejas vivir en paz!
Carmen y Angel se miran muy serios reprobando las palabras de Victoria. Antonia, avergonzada, baja la vista queriendo permanecer neutral. Victoria sale de lo que suponemos que será el cuarto de baño de la vivienda, cierra la puerta de dicha habitación de un portazo, entra en la estancia y se sienta de nuevo en la silla poniendo su abrigo y su bolso sobre las rodillas con muy malos modos.
—Yo también voy al servicio —dice Angel poniéndose en pie.
—No te molestes, está lleno de pises y de mierda. ¡Hasta por las paredes! Da asco entrar en el baño.
La portera, que se encuentra cada vez más a disgusto en la sala, tiene un buen pretexto para abandonar la casa.
—Bajo a la portería en un momento y subo una fregona y un poco de lejía —dice levantándose de la silla.
—Déjelo, Antonia, ya lo limpiaré yo en otro momento. Siéntese, haga el favor —insta Victoria a la portera.
—No se preocupe, Victoria, subo en seguida. No tardo nada, de verdad.
Antonia, muy decidida, abandona el salón a toda prisa y sale de la casa. Si ha cerrado o no la puerta de la vivienda no lo sabemos, pues hemos oído cómo ésta se abría, pero no cómo se cerraba.
—¡Qué mujer más servicial! —exclama Angel con ironía volviéndose a sentar—. Parece una beata en vez de la portera.
—No tengo a nadie con quién hablar. Con alguien tendré que hacerlo, digo yo —dice su hermana tratando de justificarse.
Angel observa a su cuñado, que se encuentra mirando hacia el suelo ajeno a todo. Lo compadece, pero no dice nada. Victoria, muy seria, dirige su vista hacia la puerta. Sus facciones se contraen. Angel y Carmen, que notan algo, vuelven también la vista hacia la entrada del salón. De pie junto a la puerta vemos a un hombre de unos cincuenta años con semblante grave y vestido de manera informal que ninguno de los presentes ha escuchado entrar en la casa. El hombre entra en el salón y se aproxima hacia Angel, que se levanta para darle un par de besos.
—¡Hola, Paquito! Me alegro mucho de verte.
—Yo también me alegro de verte —dice el hombre que acaba de entrar.
Paco mira hacia su madre, pero pasa de largo y se dirige hacia Carmen, que se levanta también para darle un par de besos.
—Hola, Carmen, ¿cómo estás?
Carmen le da un par de besos.
—¡Pues ya mes ves, Paco, hecha una adolescente! Te veo más delgado. ¿Qué es de tu vida?
—Voy tirando. Me alegro mucho de volver a verte.
—Lo sé. Yo también me alegro de verte.
Paco se vuelve hacia su padre y se aproxima hacia él mientras Carmen y Angel se sientan de nuevo en sus sillas.
—¡Padre! —llama la atención del anciano alzando la voz.
Luis levanta la vista. Al ver a su hijo se le ilumina la cara, sonríe y se echa a llorar de alegría casi sin hacer ruido. Paco se arrodilla frente a su padre y lo abraza con firmeza durante un buen rato. Angel, Carmen y Victoria son testigos mudos de la escena. Carmen se emociona, aunque procura hacer lo posible para que no se note. Paco da un beso en la frente a su padre, se incorpora y observa el deplorable y descuidado estado del anciano. Tras mirar con animadversión a su madre se sienta con gesto serio en la silla ubicada entre Carmen y su padre.
—Os dije que mi propio hijo me ignoraba y vosotros habéis sido testigos de ello —dice Victoria tratando de conservar la calma.
—¿De verdad hubieses preferido que mi padre muriese? —a su madre, tajante.
Victoria, haciéndose la sorprendida, exclama a voz en grito:
—¡¿Qué?!
—¿Crees acaso que no te oía? —interpela de nuevo Paco a su madre.
—¿Pero cuándo he dicho yo eso? —negando la evidencia—. ¡Cómo voy a querer que se muriera tu padre! ¡En qué cabeza cabe! ¡Eres una mala persona y un mal hijo!
Luis mira hacia su hijo y hacia su mujer sin comprender, apenado.
—¡Cuántas veces te oí decir eso!
—¿El qué?
—Que era un mal hijo.
—Es la verdad. ¿Tú crees que puedes saludar a todo el mundo y no dar ni siquiera un beso a tu madre? Vosotros lo habéis visto —se vuelve hacia su hermano y su prima al pronunciar esta última frase—. Ha entrado en la sala y ni me ha mirado.
—Te besaba en la frente los últimos días, pero tú estabas ya muy mal y no fuiste consciente.
—¿De qué estás hablando? ¿Por qué hablas en pasado? ¿Tú también te estás volviendo loco como tu padre?
—Victoria, lo que quiere decir tu hijo…
—¡Ya sé lo que quiere decir, no soy tonta! —interrumpiendo a su prima—. Está hablando como si yo no existiera, como si estuviera muerta. ¡Pues no lo estoy!
Carmen y Angel cruzan una mirada.
—Padre, ya no estás enfermo, la enfermedad pasó, quedó atrás. ¿Me entiendes, padre? La enfermedad no puede dañarte más. ¿Recuerdas aquel día que te echaste a llorar cuando te senté en la silla de ruedas porque te recordó la bicicleta con la que salías los domingos con tus amigos de la agrupación de ciclismo y que te costó tantos sacrificios comprar? A esos momentos es donde tu mente debe regresar. A esos instantes en los que te sentías libre y todo estaba aún por hacer. A ese pasado en el que disfrutabas haciendo lo que más te gustaba y el futuro era aún ilusión e incertidumbre. Luis, que parece haber recobrado poco a poco la lucidez a medida que su hijo lo hablaba, le dice, nostálgico:
—Podría haber llegado a ser ciclista profesional. Todos me decían que continuara, que no lo dejara. Yo era feliz montando en bicicleta. A veces fijábamos previamente la ruta y otras no, aunque al final acabásemos siempre haciendo el mismo recorrido porque no había otro. Luego entré en el ministerio gracias a la recomendación de un general al que tu abuelo dejaba relucientes sus zapatos cada día en la Puerta del Sol. Mi padre era un buen limpiabotas. Nunca le oí hablar mal de ninguna de las personas que atendía ni revelar confidencias. Hoy nadie podría sacar adelante a una familia y comprar un piso, aunque fuese en una humilde corrala en la modesta calle San Pedro, sacando lustre al calzado de la gente. Al principio, cuando el abuelo murió, iba al cementerio una vez al mes. Hasta que dejé de ir. Con tu abuela me pasó lo mismo. Mis padres me querían mucho, pero ir a visitar lápidas no tenía ningún sentido. Supongo que por eso dejaste de acompañarme, ¿no?
—Sí, padre, para mí tampoco tenía ningún sentido. En todo caso, nadie podrá devolverte aquellos años de tu vida, pero tampoco nadie te los podrá arrebatar.
Padre e hijo se abrazan tan pronto el anciano se levanta de la silla con energías renovadas. Tras ese gesto cargado de emotividad, Luis dice a su hijo:
—Gracias, hijo, si no hubiera sido por ti me hubiese encontrado solo. Siento que tuvieses que dejarlo todo para cuidarme y que pasaras tantas noches en vela para nada.
—Para nada no, padre…
—¡Para nada! —interrumpe Luis tajante, pero sin levantar la voz—. Pero que el fin de las cosas sea inevitable no cambia que gracias a ti no me encontrara desatendido al final de mi vida.
—Que el tiempo se lleva por delante el pasado poco importa cuando aún no perteneces a él. Hice lo que tenía que hacer, Padre, no me hubiese perdonado jamás que pudiera haberte sucedido algo malo por falta de atención.
—No puedo decirte que nunca olvidaré cómo te portaste conmigo porque no tendría ningún sentido, pero aun así, gracias por todo, Paco.
Tan pronto como Luis ha pronunciado estas últimas palabras su presencia se desvanece ante los presentes, que no reaccionan de forma alguna ante la desaparición de Luis. Carmen se vuelve hacia Victoria y rompe el silencio en el que había quedado sumida la estancia.
—¿Te acuerdas de aquella Navidad?
—¿Qué Navidad?
—La última que nos vimos.
—No me acuerdo de nada —tratando de disimular.
—¿No te acuerdas o no quieres acordarte? —pregunta Carmen a su prima, dolida.
—¿Pero de qué tengo que acordarme? —contesta Victoria, iracunda.
Paco se dirige ahora hacia Carmen.
—¿Sabes por qué no salía de mi habitación cuando venías a visitarnos?
—¡Sí, Paco, claro que lo sé! Yo no hubiese tenido la paciencia que tú tuviste.
—¿Tú lo sabes, Victoria? —Carmen pregunta a Victoria volviéndose hacia ella.
—¿El qué? ¿Por qué no salía mi hijo a saludarte cuando venías a casa? ¿Es eso lo que me estás preguntando? No lo sé. Pero imagino que sería porque eres mi prima y no soportaba que me vinieras a ver.
—Porque le daba vergüenza que tú me hablases acerca de cosas que pertenecían a su intimidad y que la mayoría de las veces ni siquiera eran ciertas. Sólo pretendías ser el centro de atención y dar pena.
—¡Yo nunca he sido mentirosa! ¡Jamás, Dios me libre! —replica Victoria levantando la voz, indignada— Mi tía me enseñó que no se debía mentir nunca. Si yo te he contado algo de mi hijo ten por seguro que era cierto.
—¿Aquella Navidad tampoco mentías cuando me dijiste que yo le debía a Félix todo lo que tenía? ¿Me lo dijiste para hacerme daño o es que no recordabas que antes de casarme yo ya tenía el taller y realizaba patrones para unos grandes almacenes?
Victoria, que se siente cercada, pero no quiere dar su brazo a torcer, baja la mirada.
—No sé, Carmen, no me acuerdo. Sólo sé que no me volviste a llamar.
Carmen cruza una mirada con Paco; éste niega con la cabeza varias veces desaprobando a su madre.
—Lo siento, Carmen. Yo te apreciaba mucho.
—Lo sé, Paco, sé que me apreciabas. No te imaginas lo mucho que quería a Victoria. Y al final de mi vida descubrí que me había estado engañando a mi misma y que era tal y como mi madre me advirtió que era.
Al igual que había sucedido anteriormente con Luis, Carmen se desvanece gradualmente ante los presentes hasta quedar la silla que ocupaba vacía. Después de un denso silencio, Angel se dirige hacia su hermana, mesurado:
—Cuando enfermé te llamé para verte. Eras mi única hermana y el único hermano vivo que me quedaba. Entiendo que quisieras a la tía porque te adoptó, pero de eso a decir que la querías más que a nuestra madre...
—Y es cierto, mi madre no quiso saber nada de mí desde los nueve años. Si no hubiese sido por mi tía, ¡ya me dirás!
—Nuestra madre te dio en adopción porque no podía darnos de comer a todos. Y no te entregó a cualquiera, sino a su hermana. Fuiste la que mejor ha vivido de todos.
—Tú dirás lo que quieras, pero lo que soy se lo debo a mi tía, no a mi madre.
—¿Tan poco te importó nuestra madre que cuando murió ni siquiera fuiste a verla?
Victoria no responde. Angel, que esperaba algún tipo de respuesta de su prima, se da por vencido.
—Paquito, me ha alegrado mucho verte —dice Angel a su sobrino, levantándose y aproximándose hacia él.
Paco se levanta y abraza a Angel mientras se dan un par de besos.
—Quizá nos volvamos a ver en alguna otra ocasión —comenta Angel.
Paco mira a su tío durante unos instantes.
—Quizá —dice Paco no muy convencido.
Angel se encamina hacia la puerta del salón y se desvanece tan pronto como la traspasa. En ese momento, Antonia entra en la casa con una fregona y un cubo lleno de agua. Al pasar junto a la puerta del salón dirige una mirada hacia el interior y al ver a Paco lo saluda con afectación. -Buenas tardes. Paco le devuelve el saludo con un movimiento de cabeza, pero es manifiesto que la presencia de Antonia no le es grata. Antonia se dirige hacia el interior de la vivienda dispuesta a limpiar el cuarto de baño. Victoria mira hacia la silla que no ha sido ocupada y dice a su hijo:
—Parece que uno de tus invitados no ha acudido.
—Dos. Han sido dos personas las que no han venido. Tu pensamiento es el que ha atraído a Antonia. Yo sólo le pedí que subiera las sillas.
Paco se vuelve a sentar en la silla que había ocupado anteriormente; tras unos instantes durante los cuales se ha limitado a mirar hacia las sillas desocupadas, dice:
—Esas sillas debían haber sido ocupadas por mis hijos.
—¿Por tus hijos? ¡Pero si tú no has tenido hijos! —se ha expresado con una hiriente ironía.
—Para poder haberlos tenido yo tendría que haber tenido vida propia, lo que hubiera sido difícil dadas las circunstancias. Quiero suponer que todo sucedió así por alguna razón, aunque no encuentro sentido a nada.
—¿Vida propia? ¡Si has hecho siempre lo que te ha dado la gana! —hace una pausa hasta plasmar en las palabras la idea que cruza por su mente—. Quizá, de haber tenido hijos, ahora estarían ahí sentados juzgándote como lo estás haciendo tú conmigo.
—Vivimos en esta casa como si el paso del tiempo no se sucediera entre sus muros y la vida no fuese a acabar nunca. Y ahora mira a tu alrededor: ¿qué es lo que queda?
—Yo no puedo hacer nada —exculpándose.
—Tú nunca pudiste hacer nada, madre. Ese fue el verdadero problema.
Victoria mira a su hijo en silencio.
—¿Me puedo marchar ya? —pregunta Victoria con frialdad.
Paco observa a su madre, apenado.
—Madre, nada de esto existe, ni tú, ni yo, ni Angel, ni Carmen, ni mi padre. Ni siquiera esta casa existe. ¿Adónde crees que vas a poder ir?
—Da lo mismo, pero si no me quieres es mejor que me marche.
Paco mira apesadumbrado a su madre: ésta se levanta de la silla, se coloca el abrigo y se dispone a marcharse. Antes de hacerlo, y cuando ya se encuentra junto a la puerta de la sala, se vuelve hacia su hijo y le pregunta:
—¿No vas tampoco a darme un beso ahora?
Paco, moralmente incapaz de despedirse de su madre tal y como ésta desea, vuelve la vista hacia la silla que ocupaba su padre sin pronunciar palabra.
—¡Qué pena haber tenido un hijo así! —exclama Victoria en voz alta mientras se abotona el abrigo—. ¡Antonia! ¡Deje lo que esté haciendo! ¡Vámonos!
Antonia se aproxima hacia la puerta del salón.
—Aún me queda por limpiar la cocina, señora —apurada.
—¡Déjelo, Antonia, haga el favor!
—Un momento, voy a por el cubo y la fregona.
—No se preocupe, ya subirá a por ellos en otro momento.
—Como quiera, Victoria.
Antonia y Victoria se cogen del brazo y desaparecen tras la puerta del salón. Escuchamos cómo salen de la casa y el ruido de la puerta de la vivienda al cerrarse tras ellas. Paco se sienta en la misma silla que ha ocupado durante su breve estancia en la habitación y observa con seriedad a su alrededor. Luego, consternado, baja la vista. Poco a poco, la presencia de Paco se desvanece hasta desaparecer por completo. Un silencio sepulcral vuelve a cubrir la estancia de la casa vacía.

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