Cuando el tren se detuvo,
la vio. Se encontraba sentada en uno de los bancos de
la estación sumida en sus pensamientos. No levantó
el rostro hacia el tren, no buscó a nadie con la
vista, apenas se movió. Vestía un elegante
traje de chaqueta y sujetaba con las manos sobre sus rodillas
una carpeta que parecía contener alguna clase de
documentos. Su cabello castaño claro, sus ojos
celestes, sus labios finos, su cuerpo esbelto y delgado,
su porte elegante y sus ademanes delicados lo transportaron
a aquellos tres días de otoño cuyo recuerdo
no había logrado el tiempo arrebatarle todavía.
Veía a aquella mujer, a la que treinta años
atrás había dejado sumida en la incertidumbre,
al observar el cielo desde su ventana, al llegar la noche
y cerrar los ojos para conciliar el sueño, al manifestarse
de súbito su pasado queriendo escapar de las catacumbas
en las que, por doloroso, lo mantenía recluido;
la veía en los reflejos del agua que mojaba las
aceras tras la lluvia, en el espejo del rellano de su
escalera cuando se miraba de soslayo y en algunas películas
norteamericanas cuando las actrices protagonistas llenaban
el primer plano.
El tren inició su marcha y la mujer fue desapareciendo
progresivamente a medida que el convoy se alejaba del
apeadero. Aquella visión lo había trasladado
de nuevo a ese momento preciso de su existencia en el
que la madurez aún no... [descargar
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