Justo cuando la operadora iba a facilitarle la hora de la cita médica se cortó la comunicación. Había tardado más de veinte minutos en conseguir que alguien atendiera el auricular al otro lado de la línea y maldijo su suerte una y mil veces. Malhumorado, se puso en pie y recorrió de mala gana los escasos cuatro metros que le separaban del balcón de la sala. Al otro lado de la estrecha callejuela, detenido junto al exiguo escaparate de la antediluviana peluquería cuyo local se alquilaba, un hombre marcaba apresuradamente un número de teléfono en su móvil. Era manifiesto que aquel sujeto a merced de la tecnología inalámbrica necesitaba con apremio efectuar la llamada, pues al no conseguirlo hizo el ademán de estampar el móvil con rabia desmedida contra el suelo. ¡Cómo le comprendía!, pensó mientras se preguntaba con quién trataría de ponerse en contacto aquel individuo al que la impotencia y la desesperación le hizo subir a toda prisa la empinada cuesta de la calle resoplando como un toro embravecido. Tan pronto como se volvió hacia el teléfono de la sala dispuesto a llamar de nuevo al centro médico, penetró desde la calle una fulgurante luz cegadora que silueteó su figura como una gigantesca sombra en la pared contraria antes de que su cuerpo, la casa que habitaba, el barrio en el que se encontraba y la ciudad entera sublimaran por el calor de mil soles en un instante tan breve que sólo la devastación sobrevivió a la nada.