La
casa de mis abuelos tenía la quietud de un
anticuario. En su atmósfera, acogedora y
mansa, a veces sombría, el enorme reloj de
la sala hacía sonar las horas con regularidad
repetitiva y solemne. Los recuerdos hablaban entre
ellos en voz baja, y el murmullo apenas aplacaba
el silencio triste que se extendía por todos
los rincones de la casa. En algunas habitaciones
el tiempo parecía detenido, y se veían
juguetes que habían pertenecido a mi padre
y a mis tías, entre ellos una guitarra, una
muñeca antigua y una bicicleta rota. En los
retratos mis abuelos eran jóvenes, y sus
portes vigorosos delataban que tenían aún
toda la vida por delante.
Y aquel silencio triste que entonces tanto me sobrecogía
es el mismo que va instalándose poco a poco
ahora en mi casa. |